lunes, 25 de agosto de 2008

Medalla para Mao

Se apagó la llama. Deportivamente, lo esperado. Los chinos se comieron el medallero, superando por primera vez a los Estados Unidos, y todo ello, por supuesto, sin estar en ningún caso dopados o sometidos a la semiesclavitud de interminables horas de entrenamiento por un régimen para el que los triunfos deportivos suponen, como para la RDA en los 80, la mejor propaganda posible. Además nos deja cosas comno que si Michael Phelps fuese una república independiente, sería el noveno mejor país del mundo olímpico; que Rusia, una vez abandonadas las habituales prácticas dopantes comunistas es uncapaz de competir con los yankees y para españa... buenos resultados en deportes mayoritarios, bastante lamentables en el resto y el regocijo de ver como doce tipos aparentemente normales ponían nerviosos a los dioses del salto imposible y el anabolizante; unos cuantos raperos chulos y millonarios a los que un chavalín de diecisiete años les hizo comprender, si es que les da, que ya no son los supermanes de antaño, sino una manada de saltimbanquis dopados a los que una pelota naranja ha evitado ser múltiples veces tiroteados en cualquier barrio chungo de su amada y poderosa patria.

Y fuera de esto, en el plano político, los Juegos nos traen una absoluta normalidad. la normalidad habitual cuando el evento se celebra en un país en que el estado decide hasta cuántos vástagos se puede tener, que es el que más sentencias de muerte ejecuta y lleva cincuenta años aplastando la cultura y el personal del Tibet, probablemente el país más pacífico del mundo, aprovechándose del hecho de que la fe tibetana, al contrario de lo que se estila con la mayoría de las religiones, no regala paraísos a todos aquellos dispuestos al asesinato en su nombre o a la estúpida inmolación ante un infiel.

La normalidad habitual en un lugar donde le ponen trabas al jamón ibérico pero se comen a los perros. La olímpica y sana normalidad que hace que ya no se respeten ni las ficticias treguas olímpicas; merced a lo cual la Rusia de Putin ha decidido que, ya que no puede competir con los USA en el medallero, si que lo hará en esa divertidísima competición que consiste en buscar un país rico en recursos, meterle los tanques por el culete y pegar unos cuantos tiros en nombre de la libertad.

Y como todo es tan normal, a nadie se le ha ocurrido levantar la voz. Bien pensado, si en lugar de dedicarse a la meditación budista los tibetanos hubiesen invertido los siglos anteriores en curtirse como refutados especialistas en ciento diez metros vallas, barras paralelas o tiro al plato, no sólo no hubiesen sido reprimidos y ejecutados, sino que con toda probabilidad se les hubiese permitido subir en el lujoso primer vagón en que se mueve una parte de esta China comunista de las dos velocidades, el de la apertura al capitalismo de las grandes ciudades mientras que los pobres de las zonas rurales siguen explotando sus yermas tierras a cuenta de un Estado ladrón, asesino y -paradójicamente- más clasista que las propias democracias occidentales capitalistas.

Para premiar todo este esfuerzo chino por integrarse en Occidente, el COI declara que los Juegos han sido un éxito con la misma soltura con que se los concedió o miró para otro lado cuando alguien mencionaba las palabras censura, dictadura o represión; con idéntica naturalidad con que ahora se frota las manos contando los ingentes beneficios que les ha dejado una cita olímpica en el mayor mercado potencial del mundo.

pero no es de extrañar, los herederos de Cubertain poco tienen ya que ver con los ideales olímpicos del barón -si es que alguna vez tuvieron algo que ver-, algo que ya quedó claro cuando, allá por 1990, concedieron la organización de los Juegos del centenario, los del 96, a Atlanta, una populosa urbe-macroaeropuerto en el corazón de la Norteamérica sudista, arrebatándoselos a Atenas, la patria de los Juegos, gracias al infinito poder de la Coca-Cola. Si en lugar de marcarse el primer maratón de la historia Filípides se hubiese esforzado en desarrollar la fórmula de la Pepsi, quizás los griegos hubiesen tenido alguna oportunidad. Otros, como los tibetanos, que erraron su misión histórica y les tocó joderse.

Porque así son las cosas detrás de los aros y la llama. Más rápido, más alto, más fuerte y, sobre todo, mucho más rentable. Que viva el espíritu olímpico, claro que sí.

viernes, 22 de agosto de 2008

Mártires de nuestro progreso

Quién iba a pensar que la búsqueda de alternativas al petróleo y sus derivados mediante el desarrollo de técnicas para el aprovechamiento como combustible de ciertos productos orgánicos, especialmente los cereales, iba a resultar algo tan trágico.

Pero así ha sido. El sistema occidental, el brutal capitalismo neoliberalista, capaz de convertir en detestable todo aquello cuanto toca, lo ha vuelto a conseguir y está generando ya uno de los mayores desastres de toda la Historia y, sin duda, el más infame de todos ellos, pues lo está haciendo de manera absolutamente consciente.

Para que nuestra sociedad pueda seguir manteniendo su exponencial ritmo de crecimiento y exacerbado consumismo, se utilizan para la fabricación de combustibles las plantaciones de cereal del tercer mundo, que hasta ahora eran las encargadas de mantener, precariamente y con dietas basadas casi enteramente en arroz o maíz, a la población autóctona de aquellos países.

El plan es matar de hambre a los pobres para que los ricos -o los que nos creemos ricos- podamos seguir viviendo un día más en el engaño. Si parásemos a pensar tan sólo un segundo en esa expresión, matar de hambre, desprovista ya de toda su fuerza por tantas veces como ha sido repetida, caeríamos en la cuenta de lo escalofriante de la situación; gente muriendo lentamente de inanición, y no precisamente porque no haya comida para todos.

Porque, al calorcillo de esta situación, aún emerge una infamia mayor. Especuladores que compran enormes cantidades de cereal, almacenándolos y traficando con ellos hasta que el mercado energético los requiera. Especular con el suelo, haciéndose rico a costa de que la mayoría de la gente tenga que endeudarse de por vida para tener un techo bajo el que habitar, es repugnante. Pero especular directamente con la comida básica de cientos de millones de personas, sabiendo que cada euro que cae en el bolsillo supone un hombre muerto de hambre, es la mayor de las perversiones, es algo que simplemente no es humano, propio de alguien indigno de ser llamado hombre. Deberían crear una denominación nueva para esa raza de seres a la que dentro del costillar les late un fajo de dólares. Hasta que la inventen me conformo con decir que son los mayores hijos de la gran puta que hollan este planeta, con perdón de sus madres y de sus veinte padres.

Y así la rueda gira, nosotros podemos tener un coche más potente, ellos son mucho más ricos aún, y la gente que muere está lo suficientemente lejos como para no importarnos una mierda.

Aún no han hecho nada, pero cuando se vean morir, puede que lo hagan. Quizás mañana la turba despierte enfurecida. O quizás el hambre no les haya dejado dormir y ni siquiera deban despertar; y con el amanecer los parias de algún recóndito agujero asiático, africano o sudamericano caminen con antorchas en las manos y una llama aún más fuerte en sus enfurecidas pupilas y arrasen con todo lo que encuentren a su paso, comprobando lo que realmente vale el poder de un gran especulador cuando tiene un machete hendido cuatro dedos en el cráneo.

Y ojalá le cojan el gusto y despuñes se vengan a por nosotros, que no les robamos directamente su pan de cada día pero sabemos, o sospechamos, que hay otros que si lo hacen. Y no sólo lo consentimos, sino que lo fomentamos con nuestro infame modo de vida.

Aunque ojalá fuesemos nosotros mismos los que, sin necesidad de que una horda de muertos de hambre cruce el río Bbravo o el estrecho de Gibraltar y se coma nuestros sesos decidiésemos revelarnos contra todos esos hijos de la gran puta que nos engañan para convertirnos en cómplices absolutos de sus viles asesinatos en masa. ¿Cómo? Levantar el pie del acelerador consumista puede ser un primer paso...

jueves, 7 de agosto de 2008

El Diablo entre obispos

La historia es más o menos así: Yahvé, Dios de pueblo de Israel, les envía a su hijo, el Mesías. Los judíos –quizás más ocupados preparando las bases de su sistema de prestamismo usurero que daría origen a la Banca o construyendo tanques para aplastar niños palestinos dos mil años después– no solo ignoran al enviado, sino que lo entregan como un malhechor a los romanos, la autoridad militar. Éstos, como quien no quiere la cosa, le crucifican. Algunos israelitas, que han sido discípulos del Enviado, se separan de la comunidad religiosa judía y fundan su propia religión, el cristianismo. Abreviando un poco: los cristianos van y se organizan en diversas comunidades y ponen a sus líderes, a los que llaman obispos, al frente de ellas. Esta jerarquía se va distanciando poco a poco de los creyentes llanos, que siempre hubo clases y clases. Y en esas el más importante obispo, el romano, va aumentando su poder con los años, y como mandar mola un huevo, se inventa un documento, el Edicto de Constantino, que justifica la unión de sus poderes religioso y civil. Solo habían hecho falta trescientos añitos de nada y ya estaba montada.

Después queman unas cuantas brujas, se van a América, esclavizan unos cuantos indios, discuten sobre si los negros tienen o no alma aprovechando mientras para esclavizarlos un poco también –por si acaso– y, a su regreso, entre otras cosas no menos humorísticas que éstas, ignoran el holocausto nazi –a fin de cuentas, los judíos habían matado a su dios al principio de todo esto, ¿no?– y apoyan un golpe de Estado en España identificándose totalmente con la posterior dictadura. Luego, cuando se les acaba el chollo porque el dictador la palma, se montan una emisora de radio y, para no desentonar con toda esta trayectoria anterior, ponen a Satanás al frente de su programa estrella.

Ladys and gentlemen, con ustedes... Federico Jiménez Losantos. Confieso que cuando me refiero a este tipo no hablo con un profundo conocimiento de causa, pues el mero hecho de escucharle me produce sarpullido y rara vez, cuando sin pretenderlo me topó con su voz, consigo aguantar más de dos frases de su provocador e incendiario discurso que busca avivar las llamas de un nuevo 36 y gusta de lanzar arengas a la población. No debe ser inusual escucharle incitando a las masas a pinchar condones en los supermercados, a delatar a sus vecinos por practicar la masonería, o por ser vasco, pelirrojo, moro o socio del Rayo Vallecano. La cosa es que no pare la fiesta.

En otros casos, como el de la Educación para la Ciudadanía, tiene la ocurrencia de llamar a la abierta desobediencia civil.
Imagino que la asignatura será alguna mierda propia del gobierno sociata español, quizás no la peor de cuantas perpetra. Eso es lo de menos. Importa más es el penoso hecho de que ésta sea la única causa que incite a la población a retar al Estado, con la tristeza añadida de que el instigador de la rebeldía sea quien es, la cara más visible del fascismo del país.

Fede, adalid de la libertad, defensor de la Patria, azote del marxismo, convencido demócrata, nuevo guía espiritual del Imperio y garante de la unidad de todas las Españas; el don Pelayo de los tiempos modernos, un auténtico Cid con micrófono, siempre bordeando los límites del fascismo, pero con la habilidad necesaria para mantenerse siempre dentro de él. Para qué salir de ahí si los obispos le pagan bien por emular al demonio en las ondas.

Hace tiempo leí un artículo dedicado a tan ilustre personaje en el que se hacía referencia al atentado que Terra Lliure –un grupo terrorista nacionalista catalán, hoy afortunadamente desaparecido– perpetró contra el susodicho, y que creó le dejó cojo y provocó su marcha de Cataluña. Fiándome de mi mala memoria creo recordar que decía algo así: “...los de Terra Lliure te tirotearon. Fueron crueles contigo, pues te dispararon en la pierna. Debieron haber apuntado al corazón, pues careces de él...”
Mejor a los huevos.