jueves, 25 de diciembre de 2008

Meni Crijmas, Manué

Jesús de Nazaret, llamado Cristo. Profeta para unos, revolucionario judío para otros, para algunos quizás un simple carpintero; Hijo de Dios para otros muchos.

Hoy se conmemora su nacimiento —que probablemente no coincida con estas fechas pero que se celebra alrededor del solsticio invernal, solapado, como muchas otras fiestas cristianas, sobre antiguos ritos paganos.

El hecho de que el recuerdo del nacimiento de alguien que, creencias trascendentales aparte, promulgó durante su vida el amor al prójimo y la igualdad y fraternidad entre los hombres se haya convertido en la celebración más extendida por todo el mundo, debería de ser una buena noticia, y no lo es.

No lo es porque la fiesta que llamamos Navidad (que viene de Natividad, que quiere decir nacimiento) no es más que la excusa para entregarnos a una celebración que bien poco tiene que ver con la adoración a un neonato o el enaltecimiento de las ideas y valores que defendió. Hoy la Navidad es una de las bacanales que esta sociedad del consumo se regala, una más de las múltiples con que se obsequia a lo largo del año, la mayor de todas ellas, la gran Orgía del Consumismo. Nada que ver con Jesús de Nazaret.

Son días en los que se nos bombardea con obuses de publicidad, convencidos de que somos tan estúpidos como para crearnos necesidades que no tenemos gracias a su insistencia — y lo somos—; días en los que un parásito con corona se cuela en nuestras cenas y bajo la manidísima presentación de "en estas fechas tan entrañables" se jacta de que en nombre del padre del recién nacido él vive a nuestra costa; días en los que se inculca a los niños todo tipo de ideas que los convierten en depredadores del consumo; pero sobre todo días en los que, lejos de pensar en todos aquellos hombres que padecen y a favor de los cuales Aquel en honor al cual que presuntamente celebramos predicó, nos limitamos a gastar desenfrenadamente en todo aquello en lo que El Corte Inglés, Zara o el Carrefur —que por si usted no lo sabía son los dueños de nuestras conciencias— nos indiquen que debemos gastar. O a adorar a un jodido gordo barbudo vestido de rojo, el rojo de la mayor campaña de marketing de la historia, que asoció para siempre Navidad con Papá Noel y con Coca-Cola, y por ende con los gloriosos Estados Unidos de América; celebrando todos el nacimiento de su dios, un dios que bendice al que asesina en su nombre y favorece al que explota al pobre y engaña al estúpido. (En esta metáfora el estúpido eres tú, mamón. Bueno, y yo.)

Sigamos pues gastando como idiotas en aquello en lo que no necesitamos gastar, o autoconvenciéndonos de que en estas fechas podemos permitirnos el lujo de pagar dinerales con los que muchos comerían decentecemente muchas veces en unos gramos de lombricillas de ría —muchos niños con problemas gástricos cagan algo parecido, fijo que si las vendiesen a quinientos euros el kilo alguno se las comía.

Gran celebración, la nuestra. Sigamos adorando a la Coca-Cola o pensemos. Piensen en toda esta parrafada hipócrita (porque servidor hace lo mismo que ustedes y consume en estas fechas como un anormal) hasta que caigan en la cuenta y hagan un poco por celebrar las Fiestas de otra manera, a su manera, no a la de los grandes almacenes.

Así que, si es uno de tantos que ha advertido la brutal tergiversación de tan entrañables días, con más motivo aún si es cristiano creyente —se han apropiado de su Dios, reaccione, joder—; o si simplemente está usted como una puta chota, tan loco como para poner los cojones por delante y plantarle cara al Corte Inglés, a Papá Noel y a su puta madre y evitar caer en la burda tentación del gasto innecesario y la burda ostentación, hágalo.

La mejor manera de abjurar de esta falsa Navidad es seguir, al pie de la letra, las directrices marcadas en una popular cita del famoso John Wesley*: "Haz todo el bien que puedas, de todas las formas posibles, a todas las personas que puedas, en todos los lugares y con el mayor celo que seas capaz de desarrollar, hasta donde te sea posible."

Después tenga una Feliz Navidad, y que le dure todo el año.

(*)Permítanme en lujo pedante no sólo de incluir una cita en la entrada, sino de catalogarla como popular y a su autor de famoso; a pesar de que tan sólo he oído la cita en una ocasión y que todo cuánto sé acerca del susodicho corresponde con las tres primeras líneas de su wikibiografía. Apiádense de mí, payos, que es Navidad.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Odio el fútbol moderno

Hoy es día de derbi -de clásico, como lo llaman ahora-. Así que escribo sobre fútbol. Ahí va mi (larguísima) perorata. Repleta, para variar, de odios y locuras.

El fútbol de hoy en día da asco. Me gusta mucho este deporte, pero reconozco que esto ya no es lo que era. Me lo han cambiado. Hoy, en este fútbol moderno, todo apesta tan bochornosamente a negocio que da grima.

Particularmente no es la vergonzosa manta de dinero que vemos que mueve el fútbol -y lo que no vemos- lo que me saca de quicio. Lo que acaba con mi paciencia es que la prensa deportiva sea más sensacionalista que la rosa, que los jugadores parezcan más modelos que deportistas, que acudan a las ruedas de prensa plagados de pendientes de brillantes y colgantes de oro, que se tatúen todo el cuerpo con estupideces, estrellitas y letras élficas para lucirlas cuando se ponen de corto, que lloren como niñas cuando caen por un golpe al césped. Césped sin barro, ojo. ¿¡Dónde coño está el barro cuando llueve!?

Me lo han cambiado todo. Quizás sean nostalgias de la niñez, pero daría mucho más de lo que cueste una entrada por ver a Guti -el icono de este fútbol moderno, millonario, llorón, estúpido y despreciable- levantándose del suelo de Atocha, del derruído Tartiere o de las Viejas Gaunas con la cara negra de barro cenacoso. Cómo echo de menos a los futbolistas feos que repartían hostias como panes, ¡qué añoranza de Eraña y Poyatos, de Martagón y Patxi Salinas!

Para mayor desgracia, vivo en una ciudad, la gloriosa capital de todas Las Riojas, en la que todos estos tejemanejes han alcanzado un grado de penosa comicidad tal que resulta imposible acudir normalmente a ver un partido con unos cuantos lechones como yo para sufrir un poquito y echarse unas risas. El resultado sería lo de menos. Una ciudad donde Pedrone, el capo de este barrio mafioso que es su Rioja, y sus acólitos y rivales han vendido todo lo vendible a sinvergüenzas forasteros para llegar así al día de hoy, cuando apenas quedan en la grada unas docenas de incondicionales a los que les dolería en el alma tirar la toalla, acompañados por los cuatro fascistas e imbéciles imprescindibles.

Porque esa es otra, el fútbol de hoy, en España al menos, es un jodido mitin político. Decenas de pancartas ridículas, alusiones independentistas constantes, reivindicaciones estalinistas, apología constante de España ¡en España! -del todo absurdo por no decir idiota- y maravillosas muestras de connivencia con el nazismo, como la bandera del III Reich que, cambiando el rojo alemán por el morado madridista y la esvástica por el escudo de los de Chamartín, cuelga cada domingo tras la portería sur del Bernabeu.

Si no fuera por el gran invento moderno que supone la Champions League, donde se puede ver fútbol del bueno -en cuanto a juego y emoción, no por carencia de mercantilismo, al contrario- porque todos los mejores equipos se enfrentan con asiduidad, apenas valdría la pena sentarse para ver un partido, y es que, por lo general, todos juegan de pena a pesar de que los jugadores de hoy son millonarios. O precisamente por eso, porque se la suda la camiseta que llevan y la afición que tienen detrás. En cierto modo es lógico. ¿A quién le importaría nada cobrando millones por cada minuto de intrascendente trabajo? Así son las cosas, nada ni nadie escapa al negocio que lo está jodiendo todo.

En los últimos años, desde la millonaria irrupción de las televisiones y el bautizo de la liga española como la Liga de Las Estrellas hasta hoy, cuando el nombre se he vendido directamente al mejor postor en cada una de las principales ligas europeas, lo único que se salva, el único resquicio por el que alguien ajeno a la máquina de publicidad y merchandaisin que es el fútbol europeo moderno, fue Grecia, un equipo de humildes -entiéndase: de no estrellas, porque todos ellos eran millonarios a su vez- que se hartó de repartir hostias en los morros de todos los que se le pusieron por delante a base de trabajo hasta hacerse con el título, pasando por encima de beckhams, torres, cristianos y demás familia.

Dijo Albert Camus que "todo lo que sabía acerca de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol". Hoy suena a chorrada propia de un deficiente mental, pero el pollo fue premio Nobel de literatura, así que no le imagino el cerebro demasiado vacío -al (biol) estilo de aquel central valencianista de cuyo nombre no quiero acordarme que afirmó que le gustaría volver a Austria para ver al fin los canguros- y tendría poderosas razones para afirmar tal cosa. Yo imagino que se referiría al epiritu de equipo, el esfuerzo colectivo o algo parecido. Normal que hoy suene a estupidez.

Pero claro, el señor Camus murió en 1960, y no tuvo tiempo de ver ni tuercebotas conduciendo ferraris, ni grupos de ultraderechistas con el mismo cerebro que los trozos de trapo a los que adoran irguiéndose como la voz de toda la afición de un club, ni céspedes que parecen más un desfile de modelos metrosexuales plagados de tatuajes y gomina que el lugar sobre el que veintidós hombres practican un deporte.

Pero, afortunadamente para el fútbol, aún queda un lugar junto al Mersey llamado Anfield Road donde se conservan las tradiciones, donde se respeta a la afición del oponente -excepto a la del Manchester, que, aquí como en todo, excepciones tiene la regla-, se aclama al portero rival, y donde las banderas inglesas no estan permitidas, porque ellos no son ingleses, son scousers; lo que implica que en el Kop el nacionalismo no tiene bandera y la única patria que vale son esos compañeros vestidos de rojo que se desviven en la grada por lo mismo que tú. Un lugar donde, a pesar de las millonadas, se trata de conservar el espíritu.

Y si eso no bastase para salvar al fútbol de la estupidez pecuniaria que lo ha alienado -verbo muy de Marx para algo tan odiosamente capitalista como el fútbol moderno-, aún nos queda el rugby, que también se juega sobre verde y tiene algo parecido a porterías; y ésto si que es un deporte. Un deporte en el que los jugadores se golpean pero no intentan dañarse, razón por la cual después de jugar siguen siendo los mismos deportistas, sin odios ni rencores, que antes de la patada inicial. Un deporte en el que, por fortuna, los jugadores siguen siendo feos y mantienen todo en su sitio, con los cojones bien prietos entre el rabo y el trasero, como Dios manda.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ajuste de cuentas

Con este título y en este blog, no cabe otra cosa sino esperar decenas de patadas en las costillas, orejas cortadas en juliana, políticos torturados con instrumentos sacados del estuche de dibujo técnico de uno de esos asesinos de la ESO, chancletas de cemento para bucear en ríos fangosos, o tortazos a mano abierta, también conocidos entre el populacho como hostias de madre. Pero no. Hoy toca una pequeña dosis de televisión.

Lo bueno de ver poco la tele es que siempre te encuentras con sorpresas. En realidad no es que la vea poco, pero soy casi un analfabeto televisivo si me sacan de las noticias, Los Simpson y todo evento deportivo que se precie -si, admito ser un friki que igual se traga un partido de la Davis que un Elkoro-Ceceaga o un Fulham-Newcastle.

Pero acerca de los programas de máxima audiencia... poco. Tengo cosas mejores que hacer durante el prime time televisivo, como freir anchoas o cortarme las uñas de los pies. Todo lo que conozco acerca del famoseo es gracias a un Sé lo que hicistéis... que apenas veo; no sigo ninguna serie, casi no veo películas y, en lo referente a los programas de reporteros y similares, que es de lo que quería escribir hoy, pues tampoco es que tenga muchos conocimientos. Sé que los programas existen, pero el mando los mantiene frente a mí apenas unas milésimas de segundo.

Por eso, cuando un servidor se encuentra con un programa llamado como la entrada de hoy, uséase, Ajuste de cuentas, en Cuatro, y alcanza, tras un par de minutos de profundo estupor, a comprender cuál es el ofensivo contenido del programa, se le ocurren como opciones más plausibles el arrancarse el bulbo raquídeo o escribir acerca de ello.

Trata, así por encima, de que un experto enseña a una familia a controlar sus gastos, ya que con los ingresos de que disponen no les alcaza para mantener una economía mínimamente saneada debido, no a que ganen poco, sino aque gastan muchísimo.

Lo más sangrante es que no era un reportaje puntual, en plan hoy os vamos a enseñar a dos idiotas que gastan más de lo que tienen y, en lugar de reírnos cuando empiecen a mendigar, vamos a tratar de ayudarles. Como si la estupidez supina tuviese cura. Qué coño. Ajuste de cuentas se emite semana tras semana, mostrando desvergonzadamente parejitas de gilipollas que se dejan exhibir -cobrado, imagino- como ridículos monitos de feria, mostrando orgullosamente sus miserias en público con tal de no renunciar a un modo de vida basado en la compra compulsiva de chorradas que no pueden permitirse.

Resumiendo ese programa en particular para quien no viese tal infamia hace unos viernes o para quien, directamente, desconozca la existencia de esta abominación en la tele: Una pareja, hombre y mujer. Sin hijos ni cargas familiares. Viven en un chalé que están pagando y tienen un par de coches. Los dos trabajan. Tres mil euros largos al mes de ingresos. Yo creo que hasta ahí su situación no da pie a pensar en apuro económico alguno.

Pero todo cambia cuando el reportaje añade un pequeño detalle. No lo dicen a las claras, pero dan datos suficientemente contundentes para que el espectador lo deduzca por sí mismo. Y es que los dos miembros de la parejita de marras... ¡son imbéciles! Y ahora, con este nuevo dato sobre el tapete, todo encaja a la perfección. Ella adicta a la ropa. Él enfermo de los videojuegos. Sus gastos en cosas absolutamente prescindibles, y especialmente en esas dos que acabo de citar, son totalmente desorbitados. Ofensivos para una persona normal. Gastos tan bochornosamente superfluos que provocan que cada mes les falte dinero para cubrir sus gastos.

Lo malo es que enseñan a este par de pijos con evidente tara mental en la tele y tu los ves ahí, conduciendo su cochazo, viviendo en su pedazo de chalé, sin rebajar su tren de vida a pesar de que se están endeudando hasta las cejas cada día que pasa y piensas que algo falla.

Y es entonces, consciente de dónde está el error -en la propia y plácida existencia de este par de idiotas- cuando definitivamente tiendes a pensar que un verdadero ajuste de cuentas, un poco de venganza mafiosa al más puro estilo Chicago, no esaría nada mal. Y es que hay gente que está pidiendo a gritos que les enseñen cuatro cositas -iba a decir sobre economía doméstica, pero estos retrasados mentales lo que necesitan es que alguien que llegue justificadamente ahogado a fin de mes se las enseñe sobre la vida- a base de hostias en los morros.

jueves, 4 de diciembre de 2008

El día de la Prostitución

Pasado mañana, día 6, se conmemora el trigésimo aniversario de la aprobación de la Constitución española. Habrá fiesta en el Congreso, y las palabras democracia y libertad sustituirán a Real Madrid como las más importantes y empleadas en cualquiera de los rigurosísimos informativos del país -sustitúyanse por las palabras Fernando Alonso si el informativo referido fuera el de la 5-.

Total, una fiesta chupi lerendi en la que peperos y sociatas loarán las virtudes de la Carta Magna que los españoles nos dimos en el 78 (me juego un huevo y los pelos del otro a que alguien dice, palabra por palabra, esa frase) y no se chuparán unos a otros las trancas por el qué dirán. Pero no será por ganas, porque esa gentuza se encanta a sí misma.

Después, y como si el puñetero libro -encabezado aún por un precioso dibujo del escudo patrio escoltado por el águila de San Juan, el símbolo del Estado durante la dictadura- fuese El Quijote, anónimos ciudadanos desfilarán por el púlpito desde el que los diputados nos tienen acostumbrados a soltar su basura ideológica y demás chorradas para leer una ley fundamental tan falsa que miente ya desde sus primeras palabras, aquellas que proclaman que todos los españoles son iguales ante la ley.

Porque eso, querido lector, es, como le dijo el punki a Ramoncín, ¡mentira! Aparte de las desigualdades innatas que cualquier sistema de gobierno implica -ventajas para los más ricos y fuertes y quienes les laman el trasero a aquéllos- en España hay quien paga impuestos teniendo poco y quien cobra de ellos teniendo mucho más; algunos ciudadanos, por el hecho de vivir en un determinado lugar, tienen un voto de mayor valor que el resto; otros heredan pagas que sus ancestros ganaron en cruentas batallas medievales o en vergonzantes despachos contemporáneos. Y otro, incluso, tiene la potestad de abstraerse a la Justicia; esto es, que no puede ser juzgado. (A este ciudadano puede reconocérsele por ser algo gangoso, muy campechano y tener la típica nariz de toda familia fracesa que lleva casando a sus vástagos entre sí desde hace cuatro siglos. No entraré hoy a hablar sobre el efecto que esa tradición pueda tener sobre su cerebro...)

Mañana, en suma, los políticos celebran la aprobación de un engendro, de una absoluta injusticia con la que se llevan encauzando los designios de este semidesértico solar durante tres largas décadas. Los demás nos limitaremos a celebrar un puente demasiado corto poniéndonos tibios a tintorro. Pero antes de la diversión, hagámos un simil metafórico y fácil de comprender.

Imaginen una clase en un colegio. Uno de los niños, tan sólo uno, es rubio. Por este hecho diferenciador, tan absurdo como lo podrían ser el idioma, la alcurnia paterna o la mano elegida por cada cual para rascarse las pelotas, éste niño tiene un punto más en los exámenes. En un momento dado el profesor abandona el aula, y el más grande y garrulo de los alumnos toma el control. Al que tenía un punto más le muele a hostias y le obliga a tapar ese pelo rubio suyo que tantas ventajas le había dado; después, como alguno le intenta plantar cara, se dedica a repartir sopapos y robar los bocadillos de todos aquellos que lo miran mal.

A su regreso, el profesor, espantado con lo ocurrido en su ausencia, y tratando de dejar a todos contentos, decide darle al rubio dos puntos más en cada exámen. Reprueba la actitud del garrulo, pero por si acaso, porque ha repetido quince veces y es más alto que el propio maestro, y puestos a repartir manteca igual le cae algo al mismo profesor, no se mete en el asunto de los bocadillos. Que se los coma, que se los ha ganado, aunque haya sido a base de palos. Y para quien se ha llevado la paliza tan solo tiene una mención especial, un diploma en el que se le reconoce como la mejor persona de la clase. Un tipo pacífico y bondadoso. Pero sin bocata.

Si en lugar del robo de bocatas ustedes sitúan una dictadura de cuarenta años plagada de fusilamientos, represión y propaganda nacional-católica pues lo que les queda es esto, un país de mierda donde se ha hecho de la equiparación entre víctimas y verdugos, de la ridícula correción política y de la vista gorda con todo lo conflictivo, norma de vida.

Y donde, para más inri, se tiene la poca vergüenza de celebrarlo.