lunes, 18 de julio de 2011

Jogo bonito

"De entre todas las cosas sin importancia de la vida, el fútbol es sin duda la más importante".

La frase es de Arrigo Sacchi, un calvo mítico cuyos superpoderes -y tres holandeses llamados Rijkaard, Gullit y Van Basten- llevaron al Milán a pasearse por Europa allá por los noventa, con goleada al Madrid de la Quinta del Buitre incluída, en lo que representa uno de mis recuerdos futbolísticos más antiguos.

Por eso, porque entre todas las cosas nimias el fútbol es la principal, puedo afirmar que pocas cosas hay en el mundo tan reconfortantes como ver perder a la selección brasileña de fútbol.

Pero, si hay algo qué me haga más feliz que una derrota de la Canarinha, es una derrota contra un equipo bochornosamente convencido desde el minuto uno que su única opción pasa por llegar a los penaltis; y que es capaz de alcanzar su objetivo sin tirar ni una sola vez a puerta, desplegando un amplísimo abanico de argucias, desde las tanganas a los pases medidos que, desde la defensa, horadan la capa de ozono en busca de un delantero con todo el glamour de la Segunda División española, que pelea su evidente torpeza contra toda la defensa brasileña.

Y, queridísimos amantes del deporte rey, ése equipo fue anoche Paraguay. Los mismos paraguayos que con un retrasado mental en la portería y doscientos defensas bien juntitos medio metro delante suyo nos eliminaron de Francia '98; los mismos que el verano pasado estuvieron a punto de mandarnos de nuevo a la puta calle. Más que una selección, un señor equipo.

Un señor equipo, de esos que no tiene ni de largo los mejores jugadores, -probablemente no tenga ni buenos jugadores-, pero que dirigido por un friki de los banquillos como el señor Martino es capaz de alcanzar la tanda de penaltis convirtiendo durante dos horas en héroe mundial a un ex portero del Valladolid, triunfador constante en sus duelos ante el inútil de Robinho o la nueva esperanza blanca, ese payaso con cresta llamado Neymar, a quien sus bicicletas, sus bailecitos, sus pendientes de diamantes y el diario Marca han conseguido elevar a los altares del odio generalizado antes incluso de llegar al Bernabeu (si llega).

Y, para mayor regocijo interno de un servidor, una vez llegados a los penaltis los brasileños fallaron ¡todos! sus lanzamientos, tirando tres de ellos a cinco metros del palo más cercano. Toma jogo bonito.

Por cosas como ésta me encanta el fútbol, prebablemente el único deporte en el que, al máximo nivel, once tipos comportándose como obreros del deporte, con los tacos bien afilados y ninguna vergüenza a la hora de jugar el mismo juego de toque que un equipo de regional preferente, pueden cargarse al que siempre aparece como equipo más poderoso del mundo, los dueños de la imagen más estereotipada y falsa del deporte mundial, el supuesto jogo bonito nikebrasileiro.

Qué bonito es el fútbol, dónde hasta el más pringao tiene sus opciones, y el concepto de belleza es tan relativo como quiera el espectador.

A algunos, por ejemplo, les parecerá bonito ver a un retrasado mental que pesa sesenta kilos hacer bicicletas a cuarenta metros de la portería; yo, en cambio, dentro de mi intrínseca maldad, dudo que haya al algo más bonito que ver llorar a la Torcida.

martes, 12 de julio de 2011

Queremos ser tu banco

Hubo un tiempo en el que nuestra juvenil inconsciencia, una vergonzosa falta de habilidad matemática, y un absoluto desprecio por la inteligencia de los trabajadores de las casas de apuestas, nos hizo creer que podíamos ganar mucho dinero fácil en partidos de la liga finlandesa de hockey sobre hielo.

Un Bayern de Múnich-Arsenal de octavos o cuartos de final de la Liga de Campeones nos hizo despertar de tan ridículo sueño, llevándose por delante gran parte de nuestras escasas propiedades pecuniarias.

Después de eso, y ya conocedores de que no éramos tan listos para haber inventado -hasta el ojete de calimocho, cómo no- un método para ganar siempre apostando por internet, continuamos el juego con mayor o -las más veces- menor acierto. Hoy, muchos años después, la libreta de la cuenta corriente que el Banco Santander tuvo a bien abrirnos en la mismísima universidad, a escasos tres metros de la sala de informática desde la que dilapidábamos nuestro escaso patrimonio, ha aparecido de la nada.

¡Coño! ¿Qué pasó con esto? ¿Lo perdimos todo? Bueno, nunca se sabe. Hay veces que hasta los más idiotas tienen suerte y ganan. Por eso, con la esperanza de que en la libreta aún quedaran veinte centimillos con los que agenciarme dos picogramos de clembuterol para cocinarme un chuletón a lo Contador, servidor sale con su cartoncito rojo en la mano, rumbo a una sucursal, último eslabón en ese juego de marionetas con el que el amigable Emilio Botín controla nuestras apasionantes vidas.

Una de la mediodía, que diría un octogenario; una hora menos en Canarias. El sol de julio picando en plan hijoputa sobre los viandantes. Entro en la sucursal.

Aproximadamente veinticinco metros cuadrados, casi la mitad de los cuales se come la parte que queda detrás del mostrador. Allí, para mi asombro, se agolpan un señor con buzo (y sólo con buzo, al menos de cintura para arriba, pues lo viste con la cremallera eróticamente abierta hasta la altura del ombligo) que es atendido por la cajera; una señora ridículamente vestida con un conjunto morado, a juego con dos horrorosos zapatos del mismo color; un cincuentón con papeles y un billete de cincuenta ebros en la mano, cuya camisa también ampliamente desabrochada muestra los sudorosos pelos del pecho, como una advertencia a lo que está por venir. A su izquierda, una mujer de raza andina -viva la corrección política- con dos niños; también hay otro señor; un tercer niño que ni puta idea de quién puede ser (a lo Huevo en la mítica Malcolm); un chaval joven y, desde hace quince segundos, servidor.

Ah, se me olvidaba, como el lugar debe paracerles demasiado amplio, también hay una figura de cartón a tamaño natural -un metro cuarenta, y doce kilos de cabeza, más o menos- de Fernando Alonso embutido en el mono de Ferrari. Muy adecuado el atuendo para la situación. Sacádme de aquí y metedme en Sepang, parece suplicar el asturiano.

Tic, tac, tic, tac. Algo huele a podrido en Dinamarca. La fila no avanza. Ha debido surgir un imprevisto con el colega del buzo, y aquello no tira. Tic, tac, tic, tac.

De repente, contra todo pronóstico -hubiera perdido lo que quiera quede en la cartilla, de haber tenido que apostar a ello-, al descamisado sudoroso le aumenta el volumen de su bolsa escrotal hasta el límite legalmente establecido; esto es, se le hichan los cojones del todo, y empieza a gritar.

Pregunta retórica, lo llamarían. Suponiendo que hiciera alguna pregunta y se contentara con que los demás clientes le escucharan. Que no es el caso. El amigo quiere respuestas. Es un hombre de acción. The ultimate american hero; la gran esperanza blanca.

"Esto es una vergüenza, tenernos aquí tanto tiempo. Quince personas, con este calor. Y esto no avanza. ¡Ponga a alguien en esa otra caja, hombre! ¡Dígale a la directora que salga!"

Un murmulo de asentimiento se extiende a su alrededor, lo que le da fuerzas para repetir su imprecación, esta vez dirigida hacia el cubículo traslúcido en el que se encuentra la mujer a la que el sudoroso ha llamado directora.

"Una auténtica vergüenza -prosigue-, que soy clientista de este banco, hombre. Y abogado."

Al principio, parece que la tía del garito traslúcido interior va a pasar de nuestros ojetes, como buena trabajadora española. Pero no. La pava entra en el ruedo. Olé.

Pero, en otro giro argumental que deja a la altura de los hongos a los guionistas de Pajares y Esteso, la directora de la oficina se encara con el tipo, repite una excusa dada anteriormente por la cajera -lo que da cierta verisimilitud a ésta, por cierto; puede que las santanderinas no puedan hacer más de lo que hacen-, pero incluye un macarrismo extremo que ya quisieran los canis más chungos de cualquier polígono de Fuenlabrada.

El descamisado repite su último diálogo en este ridículo sainete, y la directora -o propietaria del primer despacho traslúcido según entras a la derecha, que igual es la de la limpieza, pero no tiene traza- de la oficina del Banco Santander de Vara de Rey esquina Somosierra de Logroño, La Rioja, Spain, visiblemente enfadada porque ha tenido que dejarse de palparse el potorro, replica al tipo.

"¿Usted protesta cuando va a Hacienda, o al médico? No es usted el único que está esperando."

Alucina, vecina.

"No es al único al que le parece mal -interviene la de morado-. A todos nos parece mal."

La cosa crece, discuten increíblemente como si fueran dos viejas peleándose por el último paquete de Ariel de oferta, en lugar de un cliente y una mujer que, no lo olviden, trabaja para él, hasta que la directora, a la que aquello de el cliente siempre tiene la razón debe sonarle como a mí un Teleberri, asesta la estocada definitiva.

"Además -dice la muy perra-, seguro que hay otras oficinas del Santander por aquí cerca. Se puede ir allí si quiere."

Touché. En mi vida me he muerto, flipando me hallo.

Puede que después la discusión continúe, pero yo ya no estoy allí para oírla. El nuevo concepto de atención al cliente de los chicos del señor Botín ha colmado la capacidad de mis escasas neuronas.

Tengo dos pechugas de pollo en una bolsa de plástico y paso de que se cuezan allí mismo, que no tengo pan para empujar. Así que intento salir del garito, enfrentándome a la doble puerta de seguridad -"no se va a abrir la de fuera hasta que no se cierre la de dentro", dice el último descarte de Bolivia para la Copa América, mientras juega con un camión en el suelo e impide que le célula fotoeléctrica deje cerrarse a la puta puerta interior-, y alcanzo la calle en compañía de un tendero, que se queja de que en esa oficina siempre es así...

El sol en la calle sigue golpeando, opresivo y abrasador, como un preludio del cercano día en que, para que les entreguemos nuestro dinero, los bancos abran una gatera junto a sus cajas fuertes, y decidan a discreción si aprovechan que nos tienen a cuatro patas para darnos por el mismísimo culo mientras cuentan nuestras míseras monedas de cobre.

lunes, 11 de julio de 2011

Rubalcalva (making friends VI)

En aquellos felices tiempos en los que tenía una jornada laboral de mus a la francesa -esto es, treinta y cinco horas semanales de tapete, y las miras puestas en cumplir los sesenta y pocos para empezar a vivir del Estado- tuve la desgracia de conocer a un profesor que acostumbraba, con desesperante contumacia, a mentirnos sistemáticamente.

Puede que, exceptuando que me mingiten en las cuencas oculares, no haya nada en este mundo que me joda más que eso; que un tipo me mienta a sabiendas de que yo sé que él me está mintiendo, y él sepa que yo lo sé, y aún así me siga mintiendo. No sé si lo pillan. Si es que no, se lo vuelven a leer, que no es tan difícil.

Acostumbraba a inventar historias supuestamente ocurridas en clase el año anterior, cosas que un polirrepetidor como yo sabía completamente falsas. Y él sabía que yo lo sabía y tal y cual... Pero lo más increíble que recuerdo del casi septuagenario colega -más increíble que cuando aseguraba haber comprobado la dureza Brinell del maletero de un coche a balazos cuando era nosequé en las Canarias-, sucedió cuando, una mañana, el amigable cabrón nos apremiaba para terminar rápidos una sesión de prácticas, con la excusa de que tenía que hacer no sé que puta mierda importante, obviamente inventada por completo. Y nosotros lo sabíamos.

En éstas, se abre la puerta del laboratorio y aparece otro profesor coetáneo suyo, un tipo gordo que acostumbraba a darnos clase con un puro en la boca, y suelta: "venga, que te estoy esperando pa tomarnos esos vinos".

Ahora que soy un feliz aborto de ingeniero me hace hasta gracia. Entonces, juro que les habría metido la punta pirámidal del durómetro Vickers por el ano hasta una lenta y dolorosa muerte.

Bueno, parafraseando una vez más a Ramón García, "y todo esto porque...". Pues todo esto viene -y seré rápido, porque mi jocosa (o no) anécdota ingenieril puede hacer que esta entrada se estire hasta el infinito, y tampoco es plan; que tendrán ustedes cosas mejores que hacer, como ver Telecinco o degustar el sudor de sus sobacos- a cuento porque este fin de semana el PSOE ha elegido a Alfredo Pérez Rubalcaba como candidato a la Presidencia del Gobierno de este pandémico solar del desempleo que llamamos España.

Y Rubalcalva tiene los cojones de decir que sabe cómo arreglar esto, y que si gana gobernará a base de escuchar, hacer, explicar -malditos publicistas-, fundamentando su gobierno en crear empleo, sanear la economía, profundizar en las señas de identidad del PSOE -¿Privatizarlo todo? ¿Ver cuánta gente cabe en el INEM? ¿Ser cada día más de derechas? No, según él, la igualdad de oportunidades- e incluir "aquello que la sociedad le pide": cambios en política y en democracia, en un patético guiño a la gente del 15M, con la idiota intención de arrancar votos de ciudadanos que protestan precisamente contra él.

En serio, no va a ganar. Es más, diría que no tiene ninguna posibilidad de ser presidente si enfrente tuviera, por ejemplo, a Bob Esponja, en lugar de al anormal de don Mariano Rajoy. Pero da lo mismo.

Intentar convencernos de que conoce las soluciones a los males de España -matar a todos no vale, ésa me la sé hasta yo- cuando lleva casi ocho años en el Gobierno es propio de un hijo de la gran puta que nos toma a todos por tontos. O lo que es peor, de un cabrón de la peor calaña que ha visto impasible cómo se hundía el garito a su alrdededor sin aplicar sus efectivos milagros a la espera de estar en disposición de ponerse él la medalla.

Y, por si fuera poco, remata la faena diciendo "no voy a prometer algo que no voy a cumplir". Se lo juro, no me habría extrañado nada que mi profesor gordo hubiera aparecido con su purazo en medio de la masa de sociatas para llevarse de vinos a Alfredito.

Valiente hijo de puta mentiroso, el calvo de mierda.