martes, 12 de julio de 2011

Queremos ser tu banco

Hubo un tiempo en el que nuestra juvenil inconsciencia, una vergonzosa falta de habilidad matemática, y un absoluto desprecio por la inteligencia de los trabajadores de las casas de apuestas, nos hizo creer que podíamos ganar mucho dinero fácil en partidos de la liga finlandesa de hockey sobre hielo.

Un Bayern de Múnich-Arsenal de octavos o cuartos de final de la Liga de Campeones nos hizo despertar de tan ridículo sueño, llevándose por delante gran parte de nuestras escasas propiedades pecuniarias.

Después de eso, y ya conocedores de que no éramos tan listos para haber inventado -hasta el ojete de calimocho, cómo no- un método para ganar siempre apostando por internet, continuamos el juego con mayor o -las más veces- menor acierto. Hoy, muchos años después, la libreta de la cuenta corriente que el Banco Santander tuvo a bien abrirnos en la mismísima universidad, a escasos tres metros de la sala de informática desde la que dilapidábamos nuestro escaso patrimonio, ha aparecido de la nada.

¡Coño! ¿Qué pasó con esto? ¿Lo perdimos todo? Bueno, nunca se sabe. Hay veces que hasta los más idiotas tienen suerte y ganan. Por eso, con la esperanza de que en la libreta aún quedaran veinte centimillos con los que agenciarme dos picogramos de clembuterol para cocinarme un chuletón a lo Contador, servidor sale con su cartoncito rojo en la mano, rumbo a una sucursal, último eslabón en ese juego de marionetas con el que el amigable Emilio Botín controla nuestras apasionantes vidas.

Una de la mediodía, que diría un octogenario; una hora menos en Canarias. El sol de julio picando en plan hijoputa sobre los viandantes. Entro en la sucursal.

Aproximadamente veinticinco metros cuadrados, casi la mitad de los cuales se come la parte que queda detrás del mostrador. Allí, para mi asombro, se agolpan un señor con buzo (y sólo con buzo, al menos de cintura para arriba, pues lo viste con la cremallera eróticamente abierta hasta la altura del ombligo) que es atendido por la cajera; una señora ridículamente vestida con un conjunto morado, a juego con dos horrorosos zapatos del mismo color; un cincuentón con papeles y un billete de cincuenta ebros en la mano, cuya camisa también ampliamente desabrochada muestra los sudorosos pelos del pecho, como una advertencia a lo que está por venir. A su izquierda, una mujer de raza andina -viva la corrección política- con dos niños; también hay otro señor; un tercer niño que ni puta idea de quién puede ser (a lo Huevo en la mítica Malcolm); un chaval joven y, desde hace quince segundos, servidor.

Ah, se me olvidaba, como el lugar debe paracerles demasiado amplio, también hay una figura de cartón a tamaño natural -un metro cuarenta, y doce kilos de cabeza, más o menos- de Fernando Alonso embutido en el mono de Ferrari. Muy adecuado el atuendo para la situación. Sacádme de aquí y metedme en Sepang, parece suplicar el asturiano.

Tic, tac, tic, tac. Algo huele a podrido en Dinamarca. La fila no avanza. Ha debido surgir un imprevisto con el colega del buzo, y aquello no tira. Tic, tac, tic, tac.

De repente, contra todo pronóstico -hubiera perdido lo que quiera quede en la cartilla, de haber tenido que apostar a ello-, al descamisado sudoroso le aumenta el volumen de su bolsa escrotal hasta el límite legalmente establecido; esto es, se le hichan los cojones del todo, y empieza a gritar.

Pregunta retórica, lo llamarían. Suponiendo que hiciera alguna pregunta y se contentara con que los demás clientes le escucharan. Que no es el caso. El amigo quiere respuestas. Es un hombre de acción. The ultimate american hero; la gran esperanza blanca.

"Esto es una vergüenza, tenernos aquí tanto tiempo. Quince personas, con este calor. Y esto no avanza. ¡Ponga a alguien en esa otra caja, hombre! ¡Dígale a la directora que salga!"

Un murmulo de asentimiento se extiende a su alrededor, lo que le da fuerzas para repetir su imprecación, esta vez dirigida hacia el cubículo traslúcido en el que se encuentra la mujer a la que el sudoroso ha llamado directora.

"Una auténtica vergüenza -prosigue-, que soy clientista de este banco, hombre. Y abogado."

Al principio, parece que la tía del garito traslúcido interior va a pasar de nuestros ojetes, como buena trabajadora española. Pero no. La pava entra en el ruedo. Olé.

Pero, en otro giro argumental que deja a la altura de los hongos a los guionistas de Pajares y Esteso, la directora de la oficina se encara con el tipo, repite una excusa dada anteriormente por la cajera -lo que da cierta verisimilitud a ésta, por cierto; puede que las santanderinas no puedan hacer más de lo que hacen-, pero incluye un macarrismo extremo que ya quisieran los canis más chungos de cualquier polígono de Fuenlabrada.

El descamisado repite su último diálogo en este ridículo sainete, y la directora -o propietaria del primer despacho traslúcido según entras a la derecha, que igual es la de la limpieza, pero no tiene traza- de la oficina del Banco Santander de Vara de Rey esquina Somosierra de Logroño, La Rioja, Spain, visiblemente enfadada porque ha tenido que dejarse de palparse el potorro, replica al tipo.

"¿Usted protesta cuando va a Hacienda, o al médico? No es usted el único que está esperando."

Alucina, vecina.

"No es al único al que le parece mal -interviene la de morado-. A todos nos parece mal."

La cosa crece, discuten increíblemente como si fueran dos viejas peleándose por el último paquete de Ariel de oferta, en lugar de un cliente y una mujer que, no lo olviden, trabaja para él, hasta que la directora, a la que aquello de el cliente siempre tiene la razón debe sonarle como a mí un Teleberri, asesta la estocada definitiva.

"Además -dice la muy perra-, seguro que hay otras oficinas del Santander por aquí cerca. Se puede ir allí si quiere."

Touché. En mi vida me he muerto, flipando me hallo.

Puede que después la discusión continúe, pero yo ya no estoy allí para oírla. El nuevo concepto de atención al cliente de los chicos del señor Botín ha colmado la capacidad de mis escasas neuronas.

Tengo dos pechugas de pollo en una bolsa de plástico y paso de que se cuezan allí mismo, que no tengo pan para empujar. Así que intento salir del garito, enfrentándome a la doble puerta de seguridad -"no se va a abrir la de fuera hasta que no se cierre la de dentro", dice el último descarte de Bolivia para la Copa América, mientras juega con un camión en el suelo e impide que le célula fotoeléctrica deje cerrarse a la puta puerta interior-, y alcanzo la calle en compañía de un tendero, que se queja de que en esa oficina siempre es así...

El sol en la calle sigue golpeando, opresivo y abrasador, como un preludio del cercano día en que, para que les entreguemos nuestro dinero, los bancos abran una gatera junto a sus cajas fuertes, y decidan a discreción si aprovechan que nos tienen a cuatro patas para darnos por el mismísimo culo mientras cuentan nuestras míseras monedas de cobre.

2 comentarios:

Fito dijo...

E ahí el gran problema.
Mientras no seamos conscientes que los bancos dependen de los simples mortales, nos seguirán tratando con el mismo aire de superioridad que el señor defraudador Botín trata al "representante" de todos los españoles!
Lo que deberías hacer es cerrar tu cuenta, por lo menos serás un número menos!

Yaha! dijo...

La intención era comprobar cuánto dinero tengo, sacarlo y comprar el pan (si llega) con ello.

Ya les informaré de a cuánto ascendía mi fortuna.