Siete años, siete. Siete años desde el día D, la hora H. Desde que los Estados Unidos, convertidos desde hacía muchas décadas ya en los patrulleros voluntarios del planeta, asumieran pública y unilateralmente el papel de gendarmes del Universo. Como He-Man, pero con pantalones, vamos. Siete años desde el mayor atentado terrorista de la Historia. ¿O no?
Eso depende de lo que entendamos por terrorismo. Como ante una palabra tan tristemente asentada en nuestro lenguaje cada persona ofrecería, seguramente, una definición propia y distinta a la del resto, me limitaré a citar la que recoge el diccionario, que cataloga al terrorismo como la “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.”
Con esto la Real Academia me acaba de hacer una gran putada. Si me fío de ella, lo del 11 de septiembre no es para tanto. Entiéndaseme, es una enorme barbaridad, propia de hijos de la gran puta a los que deberían ahorcar con sus propias tripas por ser capaces de ejecutar a un ingente número de ciudadanos inocentes. (Alguno habría que fuese un auténtico cabrón, imagino. Probablemente muchos, porque las oficinas de las grandes multinacionales no suelen estar pobladas por las cuadrillas de amigos de San Francisco de Asís y Gandhi; pero a la gran mayoría de los que murieron allí ahora hace siete años debemos considerarlos víctimas del todo inocentes).
Lo de que el 11 de septiembre no es para tanto se refiere a que, ni con mucho, fue el mayor acto de violencia buscando generar terror de la Historia. Porque ha habido otros muchos actos criminales que han causado más víctimas que el derribo de las Torres Gemelas: Srebrenica, los serbios matando musulmanes, 8000 muertos; Filipinas, los japoneses aniquilando ciudades enteras en plena desbandada ante la inminente derrota en la Segunda Guerra Mundial; campos de concentración nazis, los rubios fumigando judíos o gitanos, millones de muertos…
Y no solo perpetrados por los malos oficiales de la Historia, que los buenos también tienen ganas de hacer pupita de vez en cuando. Los negreros ingleses en África, las huestes de sus católicas majestades de España en Latinoamérica, la caballería blanca en las llanuras del Salvaje Oeste… incluso los mismísimos Estados Unidos de América, lejanos ya aquellos tiempos en los que debemos perdonar sus excesos pues estaban entregados a su divina misión de conquistar a ritmo de rifle la nación para la que habían sido predestinados, hacen a veces alguna cosilla malvada.
¿Les suena donde caen Iraq, Vietnam, Afganistán, Guatemala, Hiroshima o Nagashaki? No son complejos residenciales que han visto alguna vez ojeando catálogos de Marina D’Or o Polaris World. No, no, no. Vienen siendo sitios donde a los yankees les dio un día por montarse unas barbacoas a base de nativos.
De aquí se puede deducir que los gobiernos, jamás, jamás, jamás, practican terrorismo ni nada que se le parezca; pues matan con nombres mucho más glamurosos, como acciones llevadas a cabo en pro de la instauración de la democracia y cosas así.
En conclusión, que la violencia desatada contra la población indefensa tan sólo se llama terrorismo cuando la ejercen un grupo de fanáticos miserables; no cuando los causantes visten de traje, se sacan fotos con niños o perpetran pantomimas democráticas. Un Estado jamás es terrorista. Ni los serbios lo fueron, ni los nazis lo fueron, ni los americanos lo fueron, lo son, ni lo serán.
Y una mierda como el sombrero de un picador. Me cago en mi puta propia teoría. La diferencia está en que llaman –llamamos– terrorismo al asesinato cuanto éste se lleva por delante a uno de los nuestros. Y digo de los nuestros porque en este concepto los europeos estamos tan metidos en el saco como los yankees. Los nuestros son los occidentales o, mejor aún, los ricos. Cuando cae un tipo con chaqueta y corbata, es terrorismo; cuando muere uno con el culo al aire es limpieza étnica si lo hacen gentes malvadas o un daño colateral si lo hacen los buenos. Y con ese miserable lenguaje asumido como propio convivimos. Palestina es terrorista, Israel tan sólo se defiende. Los zapatistas son terroristas, el ejército mexicano mantiene el orden. Y así sucesivamente…
Acabaré ya, porque basta de pensar por hoy, que luego duele, y con este rato escribiendo creo haber evitado suficientemente la contemplación hasta el vómito de miles da banderitas con barras y estrellas. Me abro citando un pasaje de John LeCarré (que es un tipo que escribe unos libros de espías cojonudos, en los que, al parecer, pudiera llegar a darse el caso de que la peña tipo James Bond no resultase ni tan guapa ni tan buena como aparenta, y que en realidad los irremisibles amos de nuestras vidas sean unos hijos de la gran puta):
–¿Morirá mucha gente, papá?
–Solo extranjeros, hijo.
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