sábado, 13 de diciembre de 2008

Odio el fútbol moderno

Hoy es día de derbi -de clásico, como lo llaman ahora-. Así que escribo sobre fútbol. Ahí va mi (larguísima) perorata. Repleta, para variar, de odios y locuras.

El fútbol de hoy en día da asco. Me gusta mucho este deporte, pero reconozco que esto ya no es lo que era. Me lo han cambiado. Hoy, en este fútbol moderno, todo apesta tan bochornosamente a negocio que da grima.

Particularmente no es la vergonzosa manta de dinero que vemos que mueve el fútbol -y lo que no vemos- lo que me saca de quicio. Lo que acaba con mi paciencia es que la prensa deportiva sea más sensacionalista que la rosa, que los jugadores parezcan más modelos que deportistas, que acudan a las ruedas de prensa plagados de pendientes de brillantes y colgantes de oro, que se tatúen todo el cuerpo con estupideces, estrellitas y letras élficas para lucirlas cuando se ponen de corto, que lloren como niñas cuando caen por un golpe al césped. Césped sin barro, ojo. ¿¡Dónde coño está el barro cuando llueve!?

Me lo han cambiado todo. Quizás sean nostalgias de la niñez, pero daría mucho más de lo que cueste una entrada por ver a Guti -el icono de este fútbol moderno, millonario, llorón, estúpido y despreciable- levantándose del suelo de Atocha, del derruído Tartiere o de las Viejas Gaunas con la cara negra de barro cenacoso. Cómo echo de menos a los futbolistas feos que repartían hostias como panes, ¡qué añoranza de Eraña y Poyatos, de Martagón y Patxi Salinas!

Para mayor desgracia, vivo en una ciudad, la gloriosa capital de todas Las Riojas, en la que todos estos tejemanejes han alcanzado un grado de penosa comicidad tal que resulta imposible acudir normalmente a ver un partido con unos cuantos lechones como yo para sufrir un poquito y echarse unas risas. El resultado sería lo de menos. Una ciudad donde Pedrone, el capo de este barrio mafioso que es su Rioja, y sus acólitos y rivales han vendido todo lo vendible a sinvergüenzas forasteros para llegar así al día de hoy, cuando apenas quedan en la grada unas docenas de incondicionales a los que les dolería en el alma tirar la toalla, acompañados por los cuatro fascistas e imbéciles imprescindibles.

Porque esa es otra, el fútbol de hoy, en España al menos, es un jodido mitin político. Decenas de pancartas ridículas, alusiones independentistas constantes, reivindicaciones estalinistas, apología constante de España ¡en España! -del todo absurdo por no decir idiota- y maravillosas muestras de connivencia con el nazismo, como la bandera del III Reich que, cambiando el rojo alemán por el morado madridista y la esvástica por el escudo de los de Chamartín, cuelga cada domingo tras la portería sur del Bernabeu.

Si no fuera por el gran invento moderno que supone la Champions League, donde se puede ver fútbol del bueno -en cuanto a juego y emoción, no por carencia de mercantilismo, al contrario- porque todos los mejores equipos se enfrentan con asiduidad, apenas valdría la pena sentarse para ver un partido, y es que, por lo general, todos juegan de pena a pesar de que los jugadores de hoy son millonarios. O precisamente por eso, porque se la suda la camiseta que llevan y la afición que tienen detrás. En cierto modo es lógico. ¿A quién le importaría nada cobrando millones por cada minuto de intrascendente trabajo? Así son las cosas, nada ni nadie escapa al negocio que lo está jodiendo todo.

En los últimos años, desde la millonaria irrupción de las televisiones y el bautizo de la liga española como la Liga de Las Estrellas hasta hoy, cuando el nombre se he vendido directamente al mejor postor en cada una de las principales ligas europeas, lo único que se salva, el único resquicio por el que alguien ajeno a la máquina de publicidad y merchandaisin que es el fútbol europeo moderno, fue Grecia, un equipo de humildes -entiéndase: de no estrellas, porque todos ellos eran millonarios a su vez- que se hartó de repartir hostias en los morros de todos los que se le pusieron por delante a base de trabajo hasta hacerse con el título, pasando por encima de beckhams, torres, cristianos y demás familia.

Dijo Albert Camus que "todo lo que sabía acerca de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol". Hoy suena a chorrada propia de un deficiente mental, pero el pollo fue premio Nobel de literatura, así que no le imagino el cerebro demasiado vacío -al (biol) estilo de aquel central valencianista de cuyo nombre no quiero acordarme que afirmó que le gustaría volver a Austria para ver al fin los canguros- y tendría poderosas razones para afirmar tal cosa. Yo imagino que se referiría al epiritu de equipo, el esfuerzo colectivo o algo parecido. Normal que hoy suene a estupidez.

Pero claro, el señor Camus murió en 1960, y no tuvo tiempo de ver ni tuercebotas conduciendo ferraris, ni grupos de ultraderechistas con el mismo cerebro que los trozos de trapo a los que adoran irguiéndose como la voz de toda la afición de un club, ni céspedes que parecen más un desfile de modelos metrosexuales plagados de tatuajes y gomina que el lugar sobre el que veintidós hombres practican un deporte.

Pero, afortunadamente para el fútbol, aún queda un lugar junto al Mersey llamado Anfield Road donde se conservan las tradiciones, donde se respeta a la afición del oponente -excepto a la del Manchester, que, aquí como en todo, excepciones tiene la regla-, se aclama al portero rival, y donde las banderas inglesas no estan permitidas, porque ellos no son ingleses, son scousers; lo que implica que en el Kop el nacionalismo no tiene bandera y la única patria que vale son esos compañeros vestidos de rojo que se desviven en la grada por lo mismo que tú. Un lugar donde, a pesar de las millonadas, se trata de conservar el espíritu.

Y si eso no bastase para salvar al fútbol de la estupidez pecuniaria que lo ha alienado -verbo muy de Marx para algo tan odiosamente capitalista como el fútbol moderno-, aún nos queda el rugby, que también se juega sobre verde y tiene algo parecido a porterías; y ésto si que es un deporte. Un deporte en el que los jugadores se golpean pero no intentan dañarse, razón por la cual después de jugar siguen siendo los mismos deportistas, sin odios ni rencores, que antes de la patada inicial. Un deporte en el que, por fortuna, los jugadores siguen siendo feos y mantienen todo en su sitio, con los cojones bien prietos entre el rabo y el trasero, como Dios manda.

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