Imagínate al Papa en chándal, Su Santidad en chándal, con una gorra de hélice y chanclas, chanclas.
Lo cantaba Mamá Ladilla cuando el Santo Padre aún no era un ex de las juventudes hitlerianas clavadito al Lord Sidious de La Guerra de las Galaxias, sino un portero polaco de fútbol aficionado, o algo así.
El caso es que, con chándal para los ratos íntimos en la nunciatura o no -tiene su aquel imaginar a Ratzi embutido en tactel, viendo el partido de pelota del viernes por la noche en la vasca, tumbado en un sofá y con los pies apoyados en un taburete-, Joseph Alois Ratzinger, alias Benedicto XVI, ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que de toda la vida de Dios ha sido la Inquisición, se pasó a mediados de este mes de agosto por la capital de España, faro del catolicismo y guardiana de la Fe, para participar en las Jornadas Mundiales de la Juventud.
¿Y eso qué es lo que es? Pues, vamos a ver si logro explicarlo un poquito.
Las Jornadas Mundiales de la Juventud -también conocidas como JMJ en el molón lenguaje esemeesé del siglo XXI que la Iglesia Católica parece ser domina a la perfección- son unos días en los que una multitud de jovenzuelos (colocando el límite de la edad adulta en el mismo umbral que las Juventudes del PP, donde su presidente tiene un par de años menos que Manuel Fragel Rock) peregrinan hasta una ciudad para "arraigados y edificados en Cristo, mostrar la firmeza de su fe". (Eso es el lema de la JMJ 2011, no crean que he vuelto a beber).
Sobre esa premisa, una ingente marabunta de jovenzuelos llega a España en busca de alojamiento gratuito en polideportivos públicos y otros lugares similares, antes de colapsar Madrid durante una semana, todo ello a cargo del Estado Español, aconfesional y laico como el que más.
Para la organización de tan magno evento, la policía dispone a sus cuerpos de élite que, aparentemente ya cansados de apalear jóvenes con mochilas desde mediados de mayo, se muestran ahora mucho más comprensivos con los cortes que los papaflautas ocasionan en la vía pública.
También, en previsión de que a la madera le entrase un súbito ataque de generosidad, y se vieran obligados a repartir leña gratuitamente, la JMJ también fue sazonada con una marcha de protesta de rojos subversivos y maricones (probablemente de la ETA), contrarios al dispendio que la visita papal suponía para las arcas del único país de Europa capacitado para alcanzar más temprano que tarde el nivel de mendiguismo de Grecia o Portugal.
Los actos incluyen misas, viacrucis con militares portando imágenes religiosas (las únicas vírgenes de Madrid iban bajo palio) y partidas simultáneas de confesiones, en las que un sólo cura se enfrenta a una docena de confesionarios, absolviendo y dictando penitencias con maestral pericia kasparoviana.
Y, como colofón final, un concierto en vivo de Benedicto XVI. Porque digo yo que algo se cantará, que para dar una simple misa y una homilía repleta de dardos hacia la inteligencia humana y la base del propio cristianismo, podría haberla dado desde Roma, por Skype.
Además, y para que la riada de público asistente al asunto no tenga problemas de transporte, manutención, ni aburrimiento, el transporte público es gratuíto; los menús corren a cargo de la organización, siendo servidos por voluntarios -voluntarios que pagan 90 euros por serlo, lo que, dicho sea de paso, incumple la ley española del voluntariado-; y las colas ante museos o catedrales desaparecen milagrosamente ante la marabunta papaflauta.
En Barcelona, por ejemplo, y ya con Bene en los Madriles (¿pero no iban a verle a él?), decenas de peregrinos evitaban las kilométricas colas de la Sagrada Familia entrando al templo directamente por una puerta lateral habilitada para la ocasión.
Por último, y para que la muchachada no se mezcle con el tráfico veraniego madrileño, algunas de las principales arterias de la capital permanecieron cortadas durante toda la semana. Lo mismo ocurrió con el aeródromo de Cuatro Vientos, sede del fin de fiesta.
La cuenta total, cincuenta millones de euros presupuestados que, según las malas lenguas finalmente ascendieron a casi el doble, a cargo de este Estado nuestro -o sea, a cargo tuyo-, laico, aconfesional, y gobernado por socialistas.
El resultado, una fiesta de la hipocresía en la calle (con su dosis de noche madrileña, alguno fijo que mojó y todo) y de demagogia en los medios de comunicación. De la hipocresía porque con todo el dinero que se mueve en la JMJ pueden comer en África todos esos pobres y humildes a los que el Papa llama bienaventurados en sus eucaristías. Y de la demagogia porque ninguno de los payasos de Intereconomía que afirmaban no haber visto jamás los jardines de El Prado tan limpios como después de la visita de miles de jóvenes al museo -¿antes, quizás?- se metió la boca en el culo cuando se supo que harían falta camiones de basura trabajando a destajo durante una semana para limpiar de mierda Cuatrovientos.
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