Dentro de este mundo nuestro de hoy en día, en el que apenas somos algo más que marionetas en manos de los poderes económicos, una de las mayores mentiras que nos han contado a los mierdecillas de a pie se llama Unión Europea.
Nos han vendido un mercado único, un gran y fraternal espacio común para todos los europeos, donde las personas y los productos pueden transitar libremente en busca de nuevas oportunidades.
Y, obviamente, es mentira. No tiene las mismas facilidades para viajar por el Espacio Schengen un inglés o un alemán que un búlgaro o un rumano. Que lo pregunten a los gitanos desalojados de Italia y Francia, y lo comparen con los alemanes e hijos de la Gran Bretaña que atestan Mallorca o Benidorm.
Además, este ficticio continente utópico, lleno de oportunidades, continúa viviendo en la desigualdad más absoluta, donde las economías y sistemas de producción de los países de mierda -Gracia, Portugal, nosotros- tienen que ser sostenidas por aquellos con verdadero poder económico, especialmente Alemania. ¿Y qué obtiene Alemania a cambio? Pues no lo sé porque no es algo que la opinión pública conozca (creo), pero me temo que no será ninguna minucia ni sería honroso para nosotros saberlo, dado el oscurantismo que sobre todo ello impera. Aunque quizás los alemanes sean generosos por naturaleza, y financien con sus ayudas las subvenciones al deficitario campo español, donde el agricultor cobra miseria y media y subsiste gracias a ayudas de Bruselas, mientras los intermediarios se hacen de oro elevando el precio de esos mismos productos hasta unos límites que, en ocasiones, resultan inasequibles para los consumidores. Sí, quizás sea eso. Alemania es una ONG.
Mi fobia por la Unión Europea no es nueva, pero se acrecentó anoche al comprobar, entre iracundo y perplejo, cómo vuelven a gastarselas los agricultores gabachos en la frontera.
Decenas, centenares de cajas con productos agrícolas -parecían tomates- arrojados sobre el asfalto sin ningún pudor, luchando de esta forma contra unos productos que los vecinos pobres metemos más baratos en su mercado; en nuestro mercado, en ese supuesto mercado común.
Y, ante ese desolador panorama, ¿qué hace la policía francesa? Pues lo que lleva haciendo toda la puta vida. Nada. Pasividad total. En este caso, al parecer, ausencia de efectivos; pero no sería la primera vez que en el mismo plano en que esos hijos de la gran puta asoman por el televisor destrozando un cargamento de fresas o naranjas, hay media docena de mesiés con uniforme en postura indignantemente pasota. Como si comprobaran que lo tiran todo, sin dejar nada dentro de los camiones.
Lo primero que resulta indingante es el destrozo de semejantes cantidades de comida puesto junto a otras noticias que nos llegan simultáneamente de otros lugares del mundo como, por ejemplo, la crisis alimentaria somalí.
Pero, más allá de eso, que puede ser tachado como demagogia -al fin y al cabo a nadie, ni el que los tira, ni el que los transporta, ni el que los produce, ni el que los va a consumir, se le ha pasado por la cabeza mandar un mísero tomate a Somalia (para barcos de guerra que protejan a nuestros pesqueros mientras esquilmamos sus mares sí que hay presupuesto; pero eso es otra historia)-, quema por dentro la pasividad policial y la certeza de que la actuacion de la guardia civil en un caso similar acabaría con los camiones llenos y un montón de detenidos cosidos a hostias.
Así son las cosas. Ellos son ellos; nosotros somos nosotros. Siempre ha sido así, y siempre lo será. Y per secula seculorum España seguirá bailando al ritmo que impongan desde el otro lado de los Pirineos, gobernados por marionetas que, desde la Guerra de Sucesión a esta parte, siempre se han dedicado a engañar al pueblo en beneficio de sus amos del norte.
Para más inri, entre las imágenes de cabrones tirando hortalizas de ayer se deslizó una de la cabina del camión, donde una señora y una niña -mujer e hija del conductor, probablemente- lloraban desconsoladamente, abrazadas una a la otra muertas de miedo y vergüenza.
Cuando les parezca, los gabachos seguirán tirando la fruta de los pobretones del sur, mientras sus políticos se quejan de cara a la galería, a sabiendas de que no conseguirán nada porque, en realidad, no les interesa conseguir nada.
Jamás harán una campaña de boicot a los productos franceses, ni denunciarán ante el tribunal europeo que corresponda la pasividad de su policía, así que la única solución para que una manada de hijos de puta amparados por la gendarmería no destrocen una carga cuando les venga en gana puede ser un camionero loco, con diez toneladas de tomates de Almería en el tráiler y una ametralladora en la cabina. Pero claro, hay que estar muy pirado para cambiar fresas por años de cárcel sólo porque quienes deben defenderte se rían constantemente de tí.
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