viernes, 17 de febrero de 2012

Hormigas

He tenido que cruzar la populosa -por su aspecto de pueblo, no por otra cosa- urbe en que vivo durante tres días consecutivos, a la misma temprana hora de la mañana.

El primer día el paseo fue completamente aséptico, uno más de los muchos que, a distintas horas, he dado entre ese mismo origen y ese mismo destino, caminando, sin saber muy bien qué ruta seguía, por esas mismas calles y plazas.

El segundo día ya tenía algo familiar; y el tercero ha sido como vivir el auténtico Día de la Marmota. Atrapado en el tiempo, amigos.

La misma niña ecuatoriana que va por la acera opuesta a la que debería para llegar al colegio cuyo uniforme viste, y a la que una estúpida superstición te obliga, tal y como hiciste ayer y antes de ayer inconscientemente, a adelantar por el lado de las farolas. El mismo currela con buzo azul y chaleco negro al que, increíblemente, recoge el mismo coche, en el mismo lugar y en el preciso momento en que yo paso por allí,

Pensaba yo estas cosas en el camino de retorno, una vez completada otra etapa más de mi plan de dominación mundial, matando la tediosa vuelta a casa en el intento de reconocer en las caras de los transeuntes al mismo tipo del día anterior.

Volvía pensando en que somos como hormigas, repitiendo inconscientemente, día tras día, los mismos senderos que nos marcan, ya no el olor del ojete del insecto de delante, sino nuestros trabajos, nuestros estudios, nuestras obligaciones; mientras, quizás, de la misma manera que uno puede quedarse embobado contemplando la milimétrica maquinaria de un hormiguero, puede que haya alguien observando cómo la gente de a pie encaja cada día sus movimientos para conformar el mecanismo que mueve el mundo. Y no hablo de Dios ni del Diablo, sino del señor Botín, el señor Rato, el señor Rajoy, la señora Merkel, o algún otro cabrón que mire, desde su despacho, el cronometrado movimiento de las hormiguitas, tan fáciles de aplastar con sólo levantar el zapato.

En esto estaba -lo sé, no debería desayunar setas alucinógenas, pero es lo que hay; se habían acabado los chococrispis- cuando, dando por imposible el intento de reconocer nativos a mediodía de la misma manera que lo había hecho de buena mañana, se cruzó conmigo un viejo.

No le había visto nunca, desde luego, porque las pintas no son de las que se olvidan. Pelliza abierta, raída al más puro estilo señor Barragán; jersey de punto gordo, marrón y plagado de pins. Tu ves a un tipo con cincuenta o sesenta pins en la ropa y de inmediato piensas dos cosas:

a) que no está bien de la cabeza, o

b) que es Raúl Albiol que se acaba de encontrar con un sarao de famosos.

Además, el caballero llevaba un sombrero con una pluma roja cogida en la cinta. Vamos, que era el puto sheriff del lugar.

Tras él, a unos metros, completando el cuadro, venían una señora de unos cincuenta tacos y su hija, vestidas ambas con similares modelos de las cadenas de ropa más famosas y chabacanas. Vestido corto, casi minifalda, con este frío; estampado leopardiano; abrigo enorme simulando algún animal muerto -quizás su propia abuela-; pelo teñido a lo Targaryen y más pintadas que la puerta del retrete de la casa de Picasso.

Y volví a pensar en las hormigas, en lo catetos que somos -unos más que otros- visténdonos todos igual, y en la gracia que les tiene que a hacer a algunos que nos miran desde arriba, blandiendo sus zapatos amenazantes, el que la gente se sorprenda más de las pintas del viejo que de las de la cincuentona y su vástaga.

Y entonces, como colofón a tanto proceso mental al que no estoy ni mucho menos habituado, extraje de tan curiosa fábula la moraleja de que, por todo lo anteriormente expuesto, el viejete de la pluma en el sombrero es el amo del garito, y ellas son unas zorras hijas de puta.*

(*) Lo cual, a su vez, convierte a sus hijas, con las que comparten modelitos del Bershka, en otras hijas de puta, en una cadena sin fin que culminará con la destrucción de la raza humana o en un banquete de pollas varias ingeridas de un golpe en el aparcamiento de una discoteca.

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