viernes, 10 de febrero de 2012

Los superdotados de las monedas (y II)

Ya ven, como un par de hijas y un nieto de los Reyes Católicos se murieron antes de tiempo, el proyecto de Isabel y Fernando, que casaron a sus vástagos para joder a Francia y que sus herederos acabaran uniendo Castilla y Aragón con Portugal, salió rana, y en lugar de fundirse con los portus, la familia tiró para Austria y, generación tras generación, lío más y más la madeja que los ataba con sus primos vieneses, tan guapos ellos con sus inmensos labios inferiores.

La descendencia de una desequilibrada hija de primos carnales se dividió en dos ramas, que se casaron entre sí constantemente durante doscientos años hasta producir un pobre engendro de cerebro licuado que, un buen día de 1700, tras haber sido incapaz de engendrar un heredero en toda su vida, se fue para el otro barrio.

Ahora bien, las coronas quedan muy sosas sin una caja de serrín con pelo que las sujete, así que hubo que buscar otro Rey.

Los pretendientes fueron, cómo no, primos del especimen que acababa de morir.

Uno de ellos, Duque de Baviera y el mejor colocado, era nieto de su hermana y su tío, pero se murió antes de que pudiera completarse la jugada que habría introducido al Bayern de Munich en los derbis Madrid-Barça.

Así que los elegidos para catorce años de guerra por los despojos de España fueron otro primo austriaco -nieto de una tía de Carlitos- y Felipe de Anjou, gabacho.

Casi todo el mundo sabe que Felipe de Anjou ganó la guerra y se convirtió en Felipe V de España, nuestro primer rey Borbón y de cuyos regios cojones ha salido gente como, por ejemplo, Froilán o su hermana la que tiene que tener siempre un calcetín en la boca.

Parece que, visto lo visto, tampoco nos fue bien cambiar de Casa Real. ¿Por qué? Pues porque en todas ellas cuecen habas, y lo de casarse con otros capullos de tu misma estirpe para no mezclarte con indeseables inferiores era cosa súmamente habitual.

Hasta el punto de que el rey que siguió a nuestro entrañable Carlitos, a pesar de no tener la misma baba espesa colgando del prominente labio inferior, ni costras en en cráneo bajo el cabello largo y pajizo, ni una herida supurante de pus en el oído que apenas se le cerró en su vida, también tenía escasez de regalos en Navidad.

Porque el padre del nuevo rey, una especie de Flipper del siglo XVIII al que llamaban Luis, el Gran Delfín, era hijo de Luis XIV, el Rey Sol, y María Teresa de España, que eran ¡primos carnales! Pero no primos como puedes serlo tú de los tuyos sino que, en este caso, el padre de él era hermano de la madre de ella, y viceversa. ¡Doble felicidad!

Ya ven, salimos de Guatemala, y nos metemos en Versalles a procrear todos contra todos, Battle Royal lo llamaban en pressing catch. Cuánta razón.

Después, las sucesiones se fueron dando con mayor o menor naturalidad, y los matrimonios entre familiares cercanos se alternaron con otros entre primos más lejanos. Porque, como comprenderán, se llega a un punto en el que, tras siglos de enlaces entre la misma docena de casas, es imposible encontrar sangre ajena entre las familias reales europeas, y tampoco es cuestión de casarse con un Rey negro, chinorris, con la Casa reinante de Bekelar, o con El Príncipe Gitano, que era cantante.

Ya ven amigos. Hoy ya no se titulan Por la Gracia de Dios, ni nos llaman súbditos, pero llevan en sus rostros la ancestral cosanguineidad que nos debe recordar, moneda tras moneda, que estamos sujetos a una institución arcaica que se ha casado entre primos y parido tontos del culo desde hace siglos.

Así que, cuando vean al Juancar con el ojo morado porque se ha abierto una puerta contra la mejilla, o tengan que poner los subtítulos del teletexto para entender dos frases de su discurso navideño, no sean duros y perdónenle.

Sabemos que nunca será Premio Nobel, que quizás tampoco llegue a la tabla del siete, pero Su Majestad sólo es el producto de la absurda tradición monárquica y, además, viendo lo que se parece a un tipo que reinó en Francia hace cuatrocientos años largos, hemos de estar contentos de que, al menos, no se le caiga la baba.

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