martes, 24 de junio de 2008

La puta de la cabra (de viejas, negros, niños y gorrones)

Tantas veces humillada, tantas veces autoridiculizada, tantas veces parodiada, y ahora van y ganan. Por una vez dejan de aburrir a las ovejas al ritmo que marcaba Jose Ángel de la Casa –Nadal para Abelardo... Abelardo para Alkorta... matojo rodante en el desierto... Alkorta para Nadal... – y le dan a la gente una alegría. Una alegría generalizada en la población que ni la política, ni la religión, ni la música... pueden soñar con lograr. Es algo que sólo puede conseguir el deporte; en España concretamente el fútbol.

Porque solo se trata se eso, de un partido de un deporte que llega a la gente. Esto no es una guerra, no hay patrias en juego, son dos equipos, y a nosotros nos ha dado por animar a los de rojo. Por la misma razón por la que uno anima al equipo de su pueblo, porque le pilla más cercano que los otros, aunque siempre hayan sido unos patanes.

Hay muchas razones para desear que pierda España. Darle en los morros a la puta prensa que tras meses de lujuria madridista se apropia de la selección cuando llega el verano; porque antes de empezar te enseñan a Su Majestad Gorrón y a sus patéticos ministros y secretarios viendo el partido de gañote en el palco, o para que se jodan los hijos de puta que llevan banderas con águilas a los partidos –algunos incluso las llevan bicéfalas, seguro que ignorantes de que nada tiene eso que ver con Franco, sino con el emblema imperial de Carlos V, pero explícale tu eso a un retrasado mental que bastante tiene con saber atarse los cordones blancos de sus botas militares.También por joder a tipos estúpidos o simples fascistas que ven un partido de la selección, con sus himnos y banderas, como una oda al pasado y una prolongación de sus majaradas de hipernacionalismo español.

Afortunadamente el himno no tiene letra; así nos ahorramos escuchar loas a la monarquía, vivas a la patria o llamamientos a las armas antes de un simple partido de fútbol. Se dice que los contrarios nos llevan ventaja porque oír como sus aficiones entonan las letras de sus himnos les eleva la moral, pero es en la inmensa mayoría de esos que, buscando el subidón con que comenzar el partido, tararean la Marcha Real con el mismo cachondeo que si fuese La Puta de la Cabra en una verbena, donde se encuentra la razón por la que quiero que gane España.

Esa razón sólo surge cuando te tomas esto como lo que es, un juego alejado de cualquier significado político. Un juego que lleva a una señora mayor, dos sudamericanos y tres barrenderos a saludarte puño en alto y sonrisa en la cara cuando les tocas el claxón mientras caminan por la calle tras una victoria largamente anhelada como la de Italia. O la que llevó a un negro clavado a Marcos Senna que veía el partido frente a la misma pantalla que yo a botar como un loco cuando Cesc marcó el último penalti. O a que un niño de diez años, que ni sabe nada de patrias ni falta que le hace, compartiese nervios con los que veíamos junto a él los últimos minutos.

Oyendo hablar ilusionado al niño noté mi miedo a esos últimos minutos, a que se repitiese la historia; auguré que los italianos nos ganarían en los penaltis y ví la imagen del niño, entonces nervioso como yo, llorando desconsolado cuando lo de siempre se consumase.

Pero esta vez el cuento cambió, y la gente explotó. Caminaba por la calle contenta, se sentían parte de un algo común, de esa sana alegría generalizada que solo el deporte puede provocar. Vale que las cosas siguen estando como el culo, que el gobierno es un desastre, el trabajo es una mierda, el sistema en general es una putada... pero todo eso seguiría siendo así con la derrota, así que había que aprovecharlo.

Y vaya si la gente lo aprovechó, identificándose con el héroe del partido, que es un chaval que parece un tipo normal de Móstoles que tiene nombre de Azpeitia o con el que ha sido tu mejor jugador, un señor de Sao Paulo al que el imperio, Franco y su puta madre se la sudan, pero que le echó dos cojones para hacernos gozar a muchos.

Mientras, merecen ser recordados también otros como él –negros–, que lo que le echaban era una desbordante imaginación en busca de un sueño mucho más cotidiano: conquistar Europa a su humilde manera. Tuvieron la mala suerte de no nacer con el don del fútbol en sus piernas, e intentaban infructuosamente colarse a través de la frontera ceutí aprovechando la coyuntura. Perdieron, pero nadie podrá eliminarlos y quizás hoy tengan otro partido.

Les dejo. Me esperan una cantidad indeterminada de cervezas, una camiseta colorada y, quién sabe, otra noche de brincos. Ganar es lo de menos. Estas cosas hay poder disfrutarlas al menos una vez, y ya lo hemos hecho; no seamos avariciosos. Hoy tan sólo espero que los que el otro día no pudieron vencer su eliminatoria contra la policía fronteriza ganen por goleada y se metan en Ceuta hasta la cocina. Y ojalá dentro de un par de años alguno acabe en un polideportivo con una camiseta roja gozándola porque, incomprensiblemente, unos millonarios en calzoncillos le acaban de proporcionar una tarde de subidones multiorgásmicos.

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