sábado, 20 de junio de 2009

El hombre bueno

Ayer murió un hombre. No era como los demás hombres, quizás porque los demás hombres ya no sabemos si somos hombres o qué coño somos. Probablemente mierda.

Sin embargo, ayer, una vez muerto, mucha gente tuvo un momento para ensalzar su figura y obra. Mañana, probablemente, su recuerdo caiga poco a poco en el olvido, y a nadie le parecerán importantes los pobres de La India ni los de ningún otro sitio.

Puede que se deba a que un hombre que da su vida por los parias no puede alcanzar esos tintes mediáticos que poseen aquellos en cuya piel nos gusta imaginarnos; preferimos adorar a nuestros modernos ídolos.

Hoy en día el mundo está repleto de esos ídolos; espejos en los que la juventud se mira, imágenes que los mayores envidian y los niños sueñan con emular algún día. ¿Qué les atrae de ellos? La fama, un aprecio popular absolutamente irrelevante si no es debido a algo realmente honroso; la belleza, vacua y absolutamente perecedera, capaz de convertir en esperpentos andantes a los que buscan la apariencia juvenil cuando se aproximan ya a la senectud; el poder, que sólo es efectivo sobre aquellos que no tienen con qué defenderse, pero es inútil contra el que ha amasado más o el que simplemente carece de miedo; el dinero, que lo mueve todo y, en el momento clave, cuando la enfermedad o la tragedia acuden, no vale nada.

En definitiva, habrá quien quiera ser Cristiano Ronaldo, quien deseé disfrutar del ordeno y mando de Obama, quien se muera por vivir la vida loca al estilo de Paris Hilton, quien sueñe con Ana Obregón -hay gente pa tó, que le voy a hacer yo...- o quien suspire por ser idolatrado por su indudable éxito en la vida como le sucede a Florentino.

Pero estarán equivocados persiguiendo exitosos productos de este ultracapitalismo de mierda en el que todos -yo el primero, no se crean, que soy igual de excremento que cualquera de ustedes, mis amantísimos lectores- nos sentimos tan a gustito.

Porque en este siglo veintiuno creémos saberlo todo, y no tenemos ni puta idea de nada, inmersos en una mentira teñida de verde dólar e ignorantes de que todo a nuestro alrededor es artificio. Ignorantes de cómo es la verdadera realidad. Ignorantes de que todos esos ídolos anteriormente enumerados sólo son escoria. Escoria a la que el destino a deperado la posibilidad de limpiarse el culo con billetes gordos a cambio de una vida de nulo compromiso con el prójimo cuando no, en la mayoría de los casos, desprecio profundo hacia todos los que le rodean. Ignorantes, en definitiva, de la condición humana.

Me da igual que hablemos de cantantes, actores, deportistas, políticos -que también hay quien idolatra a determinados ladrones y asesinos-, o de ese ser superior capaz de desviar la atención de un país de su profunda crisis económica, política, identitaria, social y cultural a base de millonadas y baloncitos de cuero.

Quédense ustedes con todos ellos. Vicente Ferrer si que era un ser superior, un hombre de verdad. Porque aquí, el tío Tolkien, que solía tener unas ideas bastante coherentes acerca de la naturaleza de las cosas, metió la pata hasta la sobaquera. "... La raza de los hombres, que ansía sobre todo el poder", escribió. Para nada. Los que ansían el poder son unos hijos de la gran puta, los hombres de verdad ansían ser libres, que todos lo seamos. Digno de ser llamado hombre era don Vicente Ferrer.

Y como no hace falta marcharse al Tercer Mundo para tratar, humildemente, de emularle, hágase un favor y sea un poco más hombre*, ¡hombre!


(*)O, en su caso, mujer. Que no quisiera que, en el increíble caso de que este blog llegase a las retinas de la ministra de Igualdad, Bibiana Aído me tachase de machista por la simple razón de que su retraso mental le impide discernir que el castellano, como otros muchos idiomas, utiliza el masculino para referirse a algo cuando no queda determinado su género, al carecer de género neutro como tal. Aunque bueno, si le hablamos de neutros igual cree que nos referimos a la lejía... Eso sí que puede sonar machista, pero necesitaba un poco de líquido biliar que verter en la entrada de hoy, don Vicente me perdone; al fin y al cabo el fue un santo viviente y yo un lechón con un teclado.

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