viernes, 19 de marzo de 2010

Cagaderos con encanto (II)

Si no sabe usted, avezado lector, de qué cojones va esto, quizás debería leer la primera entrega de esta magna serie, que nació con la pretenciosa intención de ser considerada los Episodios Nacionales del arte de plantar un ñordo. Hélo aquí.

Teznimoen, ¿dígame?


Sucio, muy sucio, y oscuro. Con el tacto de la taza extraordinariamente frío y el temor ante la aparición -cosa que, por suerte, jamás ocurrió- de cualquier insecto hemimetábolo blatodeo -vamos, lo que toda la vida habría llamado cucaracha antes de mirar su género y especie en la wikipedia- en plena acción.

Al parecer, el hecho de que fuera su esposa/amiga/compatriota/otro rango familiar cualquiera que yo no alcancé a conocer, la señora rumana encargada de adecentar los aseos el fin de semana, no le importaba al personal (rumano o no) a la hora de mingitar fuera del tiesto.

A pesar de esta horrenda higiene, servidor no podía resistirse a visitarlo una y otra vez. Son cosas de la vida, el aburrimiento de un trabajo en ocasiones ridículo, en ocasiones abstracto, aunado con varias horas de pie tenían -y siguen teniendo, pregunten sino al cagadero de mi actual puesto laboral- la facultad de obligarme a realizar visitas inopinadamente frecuentes.

Constancia de todo ello quedó en el documento de notepad más glorioso de todos los tiempos -sin forzar-, que bajo la explícita denominación de 'caca.txt', compiló todas mis visitas a tan magno retrete. Con récord del mundo establecido en tres visitas (con sus correspondientes premios en forma de familiares de Whoopi Goldberg, desde luego) en ocho productivas horas.

Hasta que un día, a modo de premonición, decidí pasar todos los documentos con estupideces varias -entre ellas, todas las primeras entradas de Bilis, que allá por la primavera del año 2008 fueron redactadas a cosa de 4.26 euros la hora- a mi correo electrónico, no sea que al jefe le diera por urgar en mi ordenador. Pero lo que yo no sabía era que, a las tres menos cinco de aquel lejano día de julio, cinco minutos antes de la salida del trabajo tras la que yo habría de comenzar mis vacaciones estivales, mi inmediato superior -al que el inmediato superior de otros pringadillos como yo odiaba más de lo que Bilis podría odiar a un híbrido de Tomás Roncero y Josu Ternera- se acercó a mi y me comunicó que no me molestara en volver tras mi periodo de goce estival.

Sí, caballeros, así fui remitido a la puta calle, con el cuarto árbitro enseñando ya la tablilla del tiempo de descuento. Pero un año de constantes visitas hizo que, estimando el peso unitario, pueda afirmar que una pequeña parte de mi, de unos ocho kilos, quedó con ellos para siempre.

Valoración final: 5 puntos, aunque sólo sea por los ratos de escaqueo que permitía.

Discoteca Coco Bongo, Cancún

Antes de valorar los cagaderos de semejante lugar, responderé a su duda. ¿Qué hacía un tipejo como quien les habla en un lugar como ese? Pues estudiar los recovecos del capitalismo que nos oprime. Que no, hombre. Pues estaba perdiendo la consciencia al otro lado del Atlántico.

Tras catorce cubatas (?) de ron de calimochera y seis metros de grada descendidos a lo Benedicto XVI, esto es, rodando, servidor dió con sus huesos en el servicio.

Lo que encontró allí no pudo dejarle más perplejo: un monitor del tamaño de un A5 apaisado sobre cada meadero, desde el que seguir el espectáculo -acróbatas, música, baile- que tenía lugar en la pista. Y apoyado en una pared, escoba en mano, un mexicano, moreno y bajito, dispuesto a limpiar al instante cualquier descuido de los clientes.

Servidor pudo comprobar como recogía papeles del suelo, pero no me cabe la menor duda de que hubiera secado, fregona en mano, dócil y esclavo, el chorro de orina que cualquiera de los clientes hubiese desparramado por suelo. Lamentable. No se puede alcanzar mayor grado de vergüenza con semejante cantidad de cubatas en vena. Es físicamente imposible.

En fin, cosas de mi primera y única experiencia en una macrodiscoteca; un extraño lugar en el que la adoración por el cliente es tal que te permiten entrar en la sala desde la que se controlan el sonido y la iluminación, ante la impasible mirada de los dos mexicanos que más pinta de paramilitares kosovares tenían del país, para que escribas en la pantalla en la que antes se emitía el espectáculo, un glorioso 'güelcome Castañares'.

Valoración final: 9 putos por higiene, más 1 por alarde tecnológico, menos 3 por opresión capitalista, dejan la nota final en un más que honroso notable: 7 puntos.

2 comentarios:

Municipal dijo...

Aaaah, Coco-Bongo, que recuerdos tan bonitos.
Creo que fue la última a la que pude asistir. Al día siguiente me vi infectado por un virus chungo que me impedia alejarme más de 5 metros de un cagadero (y puedo asegurar que el cagadero de la habitación no tenía el encanto de la Coco-Bongo).

Antonio dijo...

Esas estadisticas son míticas Rioja.
Me gustaria que incluyeras en una próxima entrega la Torre Infiel como centro de miccionamiento. Ya, ya, no es podemos decir que sea un cagadero, pero sin duda tiene encanto mear desde las escaleras segunda planta para abajo. Si te interesa un testimonio para incluirlo en la siguiente entrega yo conozco al meoncete.