sábado, 14 de agosto de 2010

Timofónica y otras ratas de cloaca

Me pongo las gafas de pasta negras y cristales del espesor de la capa de nieve en Formigal un doce de enero, para emular al simpático Francisco Umbral. Porque hoy he venido aquí a hablar de mi libro. Bueno, no exactamente de mi libro, pero sí de mi humilde persona y mis recientes relaciones con la Compañía Telefónica Nacional de España, más conocida como Timofónica, posteriormente como Vomistar y actualmente como Esos Hijos de Puta Timadores de los Teléfonos.

Empecemos. La historia comienza en la pasada primavera, con la llegada del habitual hachazo mensual que Telefónica tiene a bien pegarme a cambio de prestarme sus servicios de telefonía e internet. De repente, y sin previo aviso, han dejado de cobrarme las llamadas a móviles desde mi fijo -que cuestan una pasta el minuto, por cierto, razón por la cual casi no las realizo. Sólo asuntos de máxima urgencia: tengo una úlcera sangrante y necesito ayuda, hay que darse vida en comprar hoy gran cantidad de cartones de vino porque mañana es festivo, y esas cosas-.

Pues resulta que ahora eran gratuitas. ¿Telefónica regalando algo? La cabeza me quiten y me pongan la de Juan Ramón Lucas, o la de su primo el pato, que no me lo puedo de creer. Pero así fue.

El primer mes, por aquello que uno no acaba de fiarse de ellos, la cosa resultó comedida. No vamos a volvernos locos, que lo del mes pasado resulte un error, y tengamos risas en la siguiente factura. El segundo mes, una vez visto que no era un error, y que las llamadas a móviles seguían sin tarifar, su uso fue aumentando. El tercero, más aún. Qué majos estos chicos de Telefónica, al fin han tenido un detalle con este humilde siervo suyo, que lleva años pagando por cosas tan imprescindibles como altas y mantenimientos de línea, servicio de contestador o teleasistencia inmediata en el hipotético caso de que acabes con el auricular del teléfono encajado transversalmente en el ano, por ejemplo.

Pero esta idílica relación sucumbe cuando, al cuarto mes, el confiado cliente (o sea, yo mismo haciendo gala de toda mi gilipollez) utiliza el fijo de casa decenas de veces, aprovechando su gratuidad, para resolver a través de él cualquier nimio asunto para el que antes no habría usado el teléfono ni jarto de aceite de colza . "Oye, que voy a llegar quince segundos tarde, tío." "Menudo pedo lleva el Rey hoy, ¿no?" "Jajaja, ¿has visto lo que ha fallado Baúl?" Etc.

Entonces los amigos de Timofónica deciden, de la misma unilateral manera con que te obsequiaron con la gratuidad, retirártela. ¿Y con qué cara te quejas tú? Pues con ninguna, supongo. Es algo que te dieron cuando les emanó de su timador escroto, y que han procedido a quitarte cuando les ha salido de ahí mismo. Ni más ni menos. La gracia radica en que, a dos o tres llamadas a móvil -imprescindibles- por mes durante cuatro meses, los colegas hubieran pillado lo que quiera que te cobren -ni lo sé- por una docena de llamadas; mientras que de esta forma se han quedado sin nada durante los tres primeros meses, para después clavártela el cuarto, cobrándote veinte, treinta o cuarenta llamadas -depende su número del grado de humor de tu vida y de la necesidad que tengas de contarle a un colega que has metido una cuchara en el microondas y ha explotado la cocina- supuestamente gratuítas.

Pues nada, que así las cosas la oferta te ha salido por un huevo y la yema del otro. Y lo malo no son los ochenta eurazos que esos cabrones te acaban de robar. (No cobrar, no; hay cosas por las que se cobra y otras, indecentes, premeditadas y tramposas que son un auténtico robo, y ésta es una de ellas). Lo peor de todo es la cara que se te queda cuando ves con qué facilidad esos hijos de puta te meten la mano en el bolsillo.

Por eso he decidido cambiar de compañía telefónica. Me marcho con otros que me van a robar igual, pero al menos -espero- no se van a reír en mi puta cara.

Las posibilidades de cambio son infinitas: Vodafone, Jazztel, Orange... Casi tantas como el número de veces que un peruano me ha arrancado de la siesta para ofrecerme vaya usted a saber el qué.

Es de ley decir que el comienzo de mi relación con mi nuevo suministrador de porno no fue muy bueno que digamos. Como dice El Reno Renardo, uno acaba "hasta los huevos de llamar pa una incidencia y charlar con un robot". He aquí la secuencia aproximada de mi tercera intentona por comunicarme con un mamífero para resolver mis conflictos telefónicos.

-Seleccione uno de los siguientes motivos de su llamada. Uno: Programa de puntos. Dos: Portabilidad electromagnética. Tres...
-Pochestrom.
-Perdone, no le entiendo. Repita el motivo de su llamada.
-Javier Clamente nuevo entrenador de Camerún.
-Perdone, no le entiendo. Repita el motivo de su llamada.
-El Pollo Rasmusen vuelve al ciclismo.
-Le pasamos con uno de nuestros operadores...

¿Quién dijo que la web del Marca no sirve para nada? Bendito sea Eduardo Inda. Lees un par de titulares y Garrafone tiene a bien invertir el valioso tiempo de uno de sus humanos en tí, miserable rufián. Fácil, ¿no?

Podría seguir, pero como me temo que a ustedes, mis apreciados y escasos lectores, también les acontecen cosas semejantes, dejaré aquí esta recopilación de pequeños retazos acerca de mi áspera relación con esos chicos que me despiertan de la siesta y, de vez en cuando, juegan a las intermitencias con mi wifi.

Ahora, lo que más deseo es que Telefónica, viendo que han perdido un bolsillo al que robar (hay que ver el nulo caso que te hacen cuando les pagas, y lo que se preocupan de tí cuando huyes de ellos) empiece a llamarme cientos de veces, ofertandome promociones mientras me suplican que no les abandone, que ellos nunca lo harían.

Y quiera Dios que alguno tenga a bien preguntarme "Oiga, caballero, ¿cuáles son las causas que motivan su cambio de compañía?" para espetarle al teleoperador, que ya sé que no tiene la culpa de que me hayan robado pero, qué le voy a hacer, soy así de incongruente y vengativo cuando me joden la siesta, que todo ha sido porque estoy hasta los mismísimos huevos de que se rían de mí unos hijos de puta que llevan toda la vida sablándome con el puto teléfono.

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