martes, 22 de julio de 2008

Almas hechas de sueños

El día en que la turba acaudillada por un tipo calvo con perilla y bigotillo, de nombre Vladimir Ilianov, también llamado Lenin, se afeitaba hasta el último caniche del zar en el Palacio de Invierno de San Petesburgo, en la lejana Ucrania los encargados de la barbería eran los amigables camaradas del Ejército Negro, genial nombre para una guerrilla anarquista que habría de tratar de socavar todo el orden occidental establecido.

Al frente de esta manada de locos ucranianos estaba el campesino Néstor Makhno –o Majno, en la siempre complicada traslación del cirílico al alfabeto latino–, que consiguió en tiempo récord hacerse con el control de buena parte de la gigantesca Ucrania, sumiéndola en la utopía anarquista. Después, y con tan excelso bagaje a sus espaldas, Majno acudió a Moscú a entrevistarse con el hombre fuerte de los bolcheviques, el citado Lenin.

Las posiciones en la entrevista se revelaron distantes, cuando no opuestas, y a pesar de que Lenin prometió respetar a los anarquistas, cuando tuvo el suficiente control del poder y éstos ya no le fueron útiles, inició una violenta persecución. Majno tuvo que huír a Rumanía, y desde allí inició una penosa peregrinación por Europa que lo llevaría hasta París, donde ayudado por el movimiento anarquista francés pasaría sus últimos años. El héroe revolucionario terminó sus días enfermo de tuberculosis y viviendo como el humilde trabajador de la Renault que era.

Antes de morir, Majno se entrevistó con un joven leonés llamado Buenaventura Durruti, que posteriormente sería una de las caras visibles de la revolución anarquista de Barcelona en el día siguiente a la sublevación militar con que comenzó la Guerra Civil española.

Desconozco en qué términos se desarrolló aquella charla, pero quiero creer que las hazañas de Majno calaron en Durruti, o que el joven entusiasmo de éste elevó el ánimo del enfermo ucraniano, al reconocer en el español la llama viva de su sublevación libertaria.

Esta llama prendió con fuerza el 19 de julio de 1936. Hace ahora poco más de 72 años, Barcelona se sublevó contra los golpistas y los anarquistas se adueñaron de la ciudad. Cuando cuatro anarquistas entraron en el gobierno republicano –tras años de marginación y gracias a que controlaban enteramente la segunda ciudad del país, todo sea dicho–, Buenaventura se temió que podían querer encadenarlo a una cartera a él también; tomó su fusil y puso rumbo a la capital.

La Columna Durruti fue liberando Aragón, y a su paso los pueblos se le sumaban efusivos y las colectivizaciones anarquistas surgían como setas. Tras este triunfal camino alcanzó Madrid, donde una bala lo hirió de muerte cuando combatía en la Ciudad Universitaria.

Días después, una multitud tan grande como nunca antes se había visto en la ciudad, invadía Barcelona. Se movía como un único y convulso ser. Nadie organizaba, nadie dirigía, era el pueblo el que inconscientemente guiaba los pasos del ataúd. Finalmente se lograba el propósito de alcanzar el cementerio. Había sido un cariñoso y exitoso último viaje en un entierro sin gobierno alguno, la pura anarquía. En la caja, mecida por el gentío como un velero en el mar, un hombre con el cuerpo forjado a base de terribles realidades y con el alma hecha de sueños.

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