martes, 29 de julio de 2008

Euskadi Ta Askatasuna II: Misión Puerto Urraco

Solo los perros guardan sus cosas en agujeros cavados en el suelo. Finalmente, y gracias al aval que les dan cuarenta años de experiencia, los perros llegaron a dilucidar que la libertad se alcanza metiéndole una bala en la nuca a un obrero del peaje de las autopistas.

Nadie –yo, pobre paleto, menos– sabe cómo ni cuando acabará esto. Particularmente tengo una opinión bastante favorable con respecto al derecho a la autodeterminación de los pueblos, y aunque creo que el problema no es qué Estado te controle, sino que uno lo haga, pienso que nadie debe estar a disgusto en un lugar. Si quieren la independencia –la mayoría, no sólo los que tienen las pistolas–, pues que se la den. Poco me importan las repercusiones económicas que eso pueda traer; al fin y al cabo puede que la gente normal siga viviendo de forma similar y ni tengo ni puta idea de macroeconomía, ni me importan un bledo los beneficios que las grandes compañías puedan o no obtener.

Pero una cosa es la independencia –mañana mismo– y otra es la amnistía generalizada que también piden. No hablamos de delitos políticos, sino de asesinatos de gente inocente. Porque, cuarenta años después, los culpables no son ni amas de casa, ni emigrantes, ni niños; ni siquiera un pobre pringao concejal de un partido de derechas. Hoy los opresores fascistas son ellos y en ningún caso deberían quedar impunes.

La política no puede ni debe apaciguar a la Justicia. Y si la Justicia con mayúsculas, esa que vive en los tribunales y es la menos justa de todas las cosas, no vale para nada, tampoco estaría mal que algunos de los interesados decidiesen equilibrar un poco la balanza en la que se miden el pueblo y los terroristas. No con algo como esa abominable secta fascista organizada desde el Estado que fueron los GAL, sino con un movimiento de venganza individual en el alguien decidiese echarse al hombro una escopeta de caza y, aprovechando que los pueblos son sitios pequeños donde habitualmente los familiares de las víctimas sufren la humillación de conocer, impotentes, a los que le arrancaron al padre o al hermano, se pegue un homenaje de plomo y pólvora a su costa, convirtiendo un caserío repleto de gudaris con pasamontañas en un pequeño Puerto Urraco.

Ansío el día en que un desquiciado me alegre de este modo el desayuno. Y es que, en algunos casos, como en el Ignacio De Juana Chaos, la cosa la tienen sumamente fácil, ni siquiera deberían buscar muy lejos, pues el ridículo Estado español, no contento con salvarle la vida cuando el asesino decidió chantajearlo en forma de huelga de hambre, ahora le permite instalarse y pasear impunemente por el barrio en que viven las familias de varias de sus víctimas.

Lo de dejarle morir de lenta y dolorosa inanición no hubiera sido un mal invento, pero aprovechando el consejo del refranero que nos asegura que no hay peor cuña –o mejor, depende para qué– que la de la misma madera, a este asesino orgulloso de serlo debería reservársele una muerte rápida, pero inesperada y desquiciante, para que conozca de cerca el miedo durante el escaso segundo que le quede desde que el frío cañón de una pistola roce su nuca hasta que la bala despedace su cráneo.

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